Algunos están diciendo que la crisis de los misiles cubanos de 1962 (de la que se cumplen sesenta años) contiene enseñanzas para quienes quieren evitar que la guerra en Ucrania se convierta en una catástrofe nuclear. Pero ese duelo de superpotencias durante la Guerra Fría no es el mejor lugar donde buscar referencias para el momento actual. Las hay mejores en otro precedente durante la era nuclear: la Guerra de Yom Kippur (1973).
Si bien los que combaten contra los invasores rusos son los ucranianos, el presidente ruso Vladímir Putin sostiene que lanzó la guerra para corregir un desequilibrio estratégico inaceptable con la OTAN (aunque es probable que su motivación real haya sido su vieja creencia en que Ucrania no es un país independiente). Del mismo modo, la Guerra de Yom Kippur la libró una coalición de estados árabes liderada por Egipto y Siria con el objetivo de corregir un desequilibrio de poder con Israel, un país al que también consideraban ilegítimo. (Tanto Egipto como Siria querían recuperar territorios que Israel había capturado en la Guerra de los Seis Días de 1967.)
Las semejanzas no terminan allí. Igual que la guerra de Ucrania, la de Yom Kippur provocó un shock petrolero mundial, cuando los países árabes productores de petróleo declararon un embargo a las exportaciones que llevó a que los precios se cuadruplicaran. También estimuló un aumento de la inflación, seguido por una ola de medidas de endurecimiento monetario. En tanto, Estados Unidos y la Unión Soviética enviaban suministros a sus respectivos aliados.
En 1973, ninguno de los contendientes tenía una victoria clara a la vista. Esto le resultaba útil al secretario de Estado de los Estados Unidos, Henry Kissinger, quien temía un triunfo aplastante de Israel tanto como su derrota. Hablando con el embajador soviético ante los Estados Unidos, Anatoli Dobrynin, le confió que en su opinión, una victoria de cualquiera de los bandos sería una “pesadilla”.
Kissinger consideraba que el atasco bélico era una oportunidad para la paz; fue así que, tras unas pocas semanas de combates, se negoció un alto el fuego, lo que evitó que un conflicto regional se convirtiera en un desastre global. Durante los combates, la Unión Soviética había puesto sus fuerzas misilísticas y bombarderos nucleares en estado de alta alerta; y se dice que, tras el ataque por sorpresa de los árabes, Israel analizó la posibilidad de emplear armas nucleares. Al impedir una victoria israelí tajante, Kissinger desactivó la amenaza de un enfrentamiento nuclear.
Además, con la intermediación de acuerdos de paz entre Israel y dos estados árabes clientes de la Unión Soviética, Kissinger aceleró la pérdida de influencia soviética en Medio Oriente. Allí donde la Unión Soviética solo podía ofrecer guerras inútiles, Estados Unidos entregaba paz.
Divergencia
Es aquí donde las historias divergen. En la Ucrania de hoy, no es seguro que alguno de los dos lados esté contemplando la posibilidad de hallar un final diplomático al conflicto. El presidente de los Estados Unidos Joe Biden, que al inicio de la guerra expresó su preocupación porque Putin no tuviera una estrategia de salida, no parece tener planes para gestionar escenarios que no incluyan la derrota militar de Rusia.
Pero tal vez esa derrota no sea posible o tan siquiera deseable. Es verdad que Rusia está sufriendo un revés tras otro en el campo de batalla, pero cuando Putin se ve contra las cuerdas, su instinto habitual lo lleva a buscar una salida escalando el conflicto. Es lo que se vio cuando anexó cuatro oblasts ucranianos de los que Rusia solo tenía control militar parcial (y en retroceso) y renovó sus amenazas nucleares. El coqueteo de Putin con el peligro nuclear puede ser una mera estratagema, pero no parece que Estados Unidos descarte el riesgo por completo. Biden mismo advirtió sobre la posibilidad de un “Armagedón” si Putin usara armas nucleares tácticas en Ucrania.
Además, la escalada nuclear no es el único riesgo. A diferencia de las democracias, una derrota militar puede poner fin a una dictadura. Lo más probable, por supuesto, sería que aparezca otro líder autoritario que culpe a Putin por “perder Ucrania” y se lance a reconstruir el poder militar ruso. Pero algunos analistas temen que una derrota de Rusia en Ucrania pueda desestabilizar, e incluso destruir, a toda la Federación Rusa, con consecuencias devastadoras.
La Federación Rusa abarca casi 200 grupos étnicos, 21 repúblicas nacionales y varias regiones autónomas, que a menudo están en conflicto entre sí y con el gobierno central. La desestabilización del gobierno ruso podría provocar la fragmentación de este imperio multiétnico. En ese escenario de pesadilla, la totalidad del espacio eurasiático se convertiría en un vacío estratégico en el que China, hambrienta de recursos, y otros actores competirían por el control y la influencia.
La estrategia actual de Biden en Ucrania es sencilla: proveer tanta ayuda y munición como sea posible sin provocar la Tercera Guerra Mundial. Una diplomacia kissingeriana sería muy útil en la realización de este delicado acto de equilibrio.
En 2014, cuando Rusia se disponía a anexar Crimea, Kissinger escribió que “la prueba para una política no es cómo empieza sino cómo termina”. Por eso todas las partes deberían “volver a examinar las posibilidades, en vez de competir en postureo”. Del lado de Occidente, el primer paso de este proceso es reconocer que para Rusia, Ucrania nunca podrá ser “un país extranjero más”. Del lado de Rusia, el primer paso es reconocer que Ucrania es un estado plenamente soberano y que sus fronteras y territorio son sagrados.
Además, Occidente debe dejar de enmarcar la guerra como una batalla entre la democracia y la dictadura. Es de suponer que uno de los objetivos (al menos, en parte) de la firmeza estadounidense en la cuestión de Ucrania es enviar una advertencia a China, por si tuviera intención de lanzar una invasión similar contra Taiwán. Pero estas posturas ideológicas son un obstáculo para la búsqueda de soluciones realistas.
Conforme el conflicto se prolonga y con él la devastación indescriptible que provoca, Occidente debe adoptar la clase de sabiduría diplomática que permitió a Kissinger evitar una catástrofe en 1973. Lo mínimo que debe hacer es empezar a explorar los resortes disponibles para el logro de la paz. Por ejemplo, la fragilidad actual de la economía china implica que Beijing tiene un alto interés en convencer a Putin de que la “amistad ilimitada” entre ambos países obliga a Rusia a respetar algunas verdades incuestionables.
Shlomo Ben-Ami, ex ministro israelí de asuntos exteriores, es vicepresidente del Centro Internacional de Toledo para la Paz y autor de Prophets Without Honor: The 2000 Camp David Summit and the End of the Two-State Solution (Oxford University Press, 2022).
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