Cuenta la historia que un 27 de noviembre del 2018, mientras agentes del Organismo de Investigación Judicial (OIJ) allanaban las oficinas del Conavi por un caso en particular, unas personas se les acercaron porque querían denunciar otro tipo de anomalías, «aduciendo que en la entidad había muchos funcionarios honestos que querían limpiar el Conavi».
Este hecho es trascendental por varias razones. Nos alienta en medio de la desesperanza que el caso Cochinilla nos sumió. Revela la cultura del miedo que un ejercicio del poder despótico y corrupto genera. ¿Cuánto tiempo habrán sabido lo que ocurría sin que se animaran a hablar? También, echa luces sobre cómo, cuando las circunstancias y las personas son propicias, suelen suceder cosas buenas. Y, además, refleja la probidad y la valentía de que somos capaces los seres humanos.
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Pero el poco interés que parece estar suscitando dicho acto —sin el cual sencillamente no estaríamos presenciando una investigación de tal envergadura, es decir, no habría caso— también es significativo, al mostrarnos como una cultura derrotista y descreída que mira con sospecha y burla a quienes hacen lo correcto (por eso, no faltarán las opiniones de que los denunciantes tenían envidia de no estar en la argolla).
Pienso en la estudiante que evita responder a la profesora o preguntarle, mostrando interés en su clase, para que no se interprete como servilismo para pasar el curso. En el amigo que responde «tranquilo», en lugar de decir «¡gracias!», cuando se le ofrece ayuda. En un amable lector que en estos días me confió: «Yo encontré una billetera llena de dinero... y tarjetas de crédito... el dueño (en un restaurante) estaba ahí: se lo devolvimos... y ni un gracias o un saludo...». O también en la funcionaria que se destaca por la alta calidad de su trabajo y es relegada por sus colegas.
Por eso mismo, y que yo sepa, en nuestro país nadie adquiere fama repentina y abrumadora por llevar a cabo actos de extrema honradez o bondad, como sí ocurre con quienes actúan sistemáticamente dañando a otras personas.
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Durante nuestro andar como sociedad, debemos reflexionar para no continuar siendo una donde ganan quienes no tienen escrúpulos y cuya voracidad les pone en competencia permanente por tener cada vez más, así sea quitándole a alguien, sino una donde, como dijo Primo Levi, quienes hagan la diferencia nos recuerden la posibilidad de bondad que tenemos.
Por eso, mis personas favoritas son las generosas, como aquella profesora de Literatura que tuve en el colegio nocturno de Puriscal, quien al mirarme y decir mi nombre en clase —en un aula donde parecía ser invisible— me humanizó y enrumbó mi destino hacia el estudio.
Lo son también quienes se separan de la manada y dan un paso en otra dirección, arriesgando que se les juzgue por hacer lo correcto. Esas personas que, como afirmaba Hannah Arendt, saben sumar al mundo que compartimos, algo propio. Quienes tienen el valor de atreverse a desentonar o, por lo menos, a acoger y proteger a quienes lo hacen.
Mis personas favoritas son, entonces, esas gentes que, seguro con mucho miedo, se acercaron a las autoridades y abrieron la boca, dando inicio a una correntada que ojalá nos conduzca a un país donde ser patán deje de generar tantas ganancias.
La autora es catedrática de la Universidad de Costa Rica.