En marzo, se conmemoran 108 años desde el día en que, durante la II Conferencia Internacional de Mujeres Socialistas, celebrada en Copenhague en 1910, se reiteró la demanda del sufragio universal para todas las mujeres.
En la ocasión, según propuesta de la activista alemana Clara Zetkin, se proclamó el 8 de marzo como el Día Internacional de la Mujer. La idea de Zetkin fue respaldada unánimemente por más de 100 mujeres procedentes de 17 países, entre las cuales destacaban las tres primeras féminas elegidas para el Parlamento finlandés. El objetivo era promover la igualdad de derechos, incluyendo el sufragio para ellas.
Más de cien años han pasado y en la vorágine en la que millones de personas estamos inmersas en este bizarro siglo XXI se han perdido de vista algunos de los justificados y necesarios objetivos que esas y otras mujeres de siglos anteriores persiguieron con valentía, sudor, trabajo —muchas veces sufrimiento— y cuyos frutos hoy cientos de miles disfrutamos, sin que por ello estemos insertadas en una ideología de género que nos separe de la otra mitad de la población.
Uno de esos conceptos ampliamente defendidos hace mucho más de cien años fue precisamente el de reforzar en sí mismas e inculcarles a las más jóvenes —como en nuestros días se debe hacer con cualquier ser humano desde su infancia— el respeto por la dignidad personal. Otro, tener absoluta certeza de los derechos que como personas nos asisten.
Equidad y justicia. Esos dos hechos, intangibles, pero profundamente necesarios y esclarecedores, han permitido que avancen en el mundo la equidad y la justicia, se disuelvan barreras ignominiosas y en las sociedades democráticas las ideas de hombres y mujeres se desarrollen y expresen sin restricción o clasificación alguna.
Es la era de la tecnología y de la información y, en ese sentido, nuestro país es uno de los que mayores facilidades posee para coadyuvar, por los medios disponibles, a que estos conceptos se arraiguen con mayor fuerza en la población.
A la distancia del tiempo transcurrido desde aquella memorable cita en Copenhague, comprendemos que, entre otras cosas, ya es hora de dejar atrás la victimización, pues esa será precisamente la clave para avanzar. Así también lo será comportarse en concordancia con la condición humana, cuyo binomio cuerpo-espíritu, nos brinda —con equilibrio tácito— el hermoso instrumento del libre albedrío; además, es fundamental que nos veamos todos como miembros de un enorme y variado crisol de razas y credos, sin maliciosas etiquetas. Somos parte integral del género humano y, por ende, compartimos un extenso y perfectible conjunto de características culturales específicas que identifican el comportamiento social de mujeres y hombres y las relaciones entre sí.
Educación. Sabemos que el papel preponderante para alcanzar esta meta es y será siempre la educación: tanto la que recibimos en el seno del hogar, como la impartida en las escuelas y colegios. Precisamente por ello, resulta determinante que no se incline la balanza educativa tendenciosamente y mucho menos se interpreten de manera errónea valores universales que nacen del reconocimiento de la dignidad humana y de la necesidad de su pleno desarrollo en convivencia, armonía y paz, respetando la diversidad, la multiculturalidad, las creencias y las religiones.
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En el 2014, durante una actividad de la campaña HeForShe (ÉlPorElla) celebrada en Nueva York, la joven actriz Emma Watson, embajadora de buena voluntad de las Naciones Unidas, señaló: “Hombres, me gustaría tomarme el tiempo para hacerles llegar una invitación formal. La igualdad de género también es su problema. Los hombres tampoco tienen los beneficios de la igualdad”.
Yo diría que el citado mensaje debe ir aún más allá y llegar, sin divisiones, a la colectividad completa, para que si aún hay batallas por librar, las enfrentemos todos juntos en aras de un mundo más solidario, respetuoso, hermoso y justo, donde nos dé verdadero gusto vivir.
La autora es expresidenta del Colegio de Periodistas.