Pocas veces reflexionamos sobre lo nociva que puede ser la burocracia desaforada para el capital humano. La fuga de cerebros y la emigración altamente calificada afectan a todas las naciones en vías de desarrollo, y muchas han creado incentivos para repatriar cada vez más talento y conocimiento productivo.
Por ello, aumenta la cantidad de costarricenses que estudian en el extranjero, que están deseosos de regresar para aplicar su aprendizaje en su tierra natal, pero asombra la actitud anticuada y la ardua tramitomanía con las que este país los recibe al volver.
El principal reconocimiento oficial a un título extranjero es otorgado por medio de la equiparación, lo que significa que se debe igualar a un equivalente ofrecido por una institución de enseñanza superior en Costa Rica.
Esto acarrea una costosa y arbitraria travesía de procedimientos y documentación, que suele durar varios años. Además de ser un absoluto calvario logístico, la noción de que todo título extranjero tenga que someterse a un equivalente costarricense para ser reconocido es excluyente por naturaleza.
No importa el prestigio mundial de la institución que entregó el título en cuestión, porque la burocracia criolla se reserva el derecho de avalar su existencia.
Esto hay que llamarlo por su nombre: proteccionismo académico. El mecanismo de equiparación es un vestigio obsoleto de una época de estatismo excesivo en la educación superior de Costa Rica, donde las universidades privadas tienen apenas 40 años de existir.
Por lo tanto, este trámite es un absurdo en un momento histórico de educación globalizada e interdependiente, y un mensaje lamentable para quienes desean compartir lo que aprendieron y lograron en el exterior.
Existen carreras que sí necesitan cierto grado de equiparación o prueba de competencias, debido a la necesidad de conocimiento localizado o los requisitos de sus respectivos colegios profesionales.
No obstante, la rígida obsesión con la equiparación de títulos extranjeros resulta en un tipo de discriminación profesional, ya que al no reconocerlos no se puede remunerar como tal.
Afectación profesional. Las personas sin convalidación también se ven afectadas para ejercer la docencia en las universidades (incluso las privadas) o laborar en cargos administrativos y técnicos en el sector público.
Como resultado, el calibre de la enseñanza superior y la transferencia de conocimientos se encuentra muy por debajo de lo que podría ser, además de que las pérdidas para el país generadas por estas condiciones repercuten más allá de los directamente afectados por desempleo o subempleo.
¿Qué pueden hacer las instituciones pertinentes para modernizar este desfasado proceso de reconocimiento? Una solución es la puesta en práctica de un régimen paralelo y simplificado de certificación de títulos extranjeros, donde el reconocimiento se limite a constatar que fue obtenido en el exterior y que se ha optado por no equipararlo con un equivalente nacional, aunque sea temporalmente.
Esto ayudaría a cambiar la cultura de aceptación de títulos extranjeros sin pasar forzosamente por el trámite de equiparación.
El reciente acuerdo de convalidación universitaria con Francia es un ejemplo: ¿Para qué burocratizar un reconocimiento a extremos insoportables cuando puede ser gestado mediante embajadas o entre las mismas universidades?
Reconocer el talento. No podemos presumir de cultos o competitivos mientras tengamos barreras tan dañinas al conocimiento internacional, máxime cuando el país busca una mayor integración con la OCDE, organismo que ya ha señalado carencias tanto en nuestra educación escolar como superior.
En un país que aspira a crecer y generar nuevas oportunidades económicas, reconocer el esfuerzo y talento de miles de individuos preparados en el extranjero trasciende una inversión modesta con réditos importantes.
Es la obligación de no aislarnos ante el intercambio de conocimientos y seguir enriqueciendo la calidad de nuestra educación, cultura, innovación y diálogo con el mundo.
El autor es consultor en administración pública.