Circula una historia en el mundo de hoy: mientras los partidos sufren una crisis de credibilidad, los medios aumentan su influencia en la construcción de la realidad social y, más que eso, mediatizan el discurso de los partidos y les roban los canales de comunicación directa con la gente. Pero ¿esta pérdida de credibilidad de los partidos políticos como mediadores de los intereses sociales tiende a compensarse y a diferenciarse en el equilibrio social con un incremento del papel social de los medios? Parece que no.
Los medios no pueden sustituir a los partidos en la legitimación del poder en un orden democrático ni los partidos pueden estabilizar un poder democráticamente controlado sin el concurso de los medios, aunque el control no pase exclusiva ni principalmente por estos.
En la defensa de la libertad y la expresión de la diversidad, los políticos y los comunicadores están del mismo lado de la batalla. Tampoco la experiencia democrática, tal y como se consolida en nuestro tiempo, puede sobrevivir sin partidos y sin prensa. La discusión se apoya en ideales éticos según los cuales el político cuenta con la libertad de prensa y el periodista busca la verdad. Cuando la función de la crítica se entrega a la dictadura de los prejuicios personales, deja de coadyuvar al control democrático del poder.
Un medio que pervierte su función es tan dañino como un partido o un político corruptos. Al medio le compete una responsabilidad social de facto. Lo que dice y cómo lo dice, lo que calla, influye en la colectividad; el medio no sólo informa, también forma; pero esta responsabilidad social no puede coartar la libertad de expresión ni la diversidad de los medios. En tanto instituciones sociales, los medios cumplen funciones básicas de legitimación. También pueden caer en abusos y linchamientos de personas. Razón de más para replantear la pregunta incómoda y siempre repetida sobre quién vigila a los medios, puesto que también aquí existe un problema de legitimidad.
Esta corriente de opinión sostiene que los medios deben estar sujetos al control social y para ello se proponen fórmulas que van desde la vigilancia gremial y la discusión pública sobre los medios, pasando por los mecanismos de autocontrol, hasta la educación ciudadana sobre cómo interpretarlos. También se ha propuesto la figura, jurídicamente nueva, de la procuraduría del lector (si se quiere, una especie de defensa del consumidor de bienes simbólicos).
Permítanme una reflexión. Hablo de una hipótesis; o de una sospecha, si lo prefieren. El periodista y el político, como abstracciones, tendrán sin duda sangre diferente en las venas, como ha dicho el periodista mexicano Julio Sherer, pero, ¿por qué no pensar que así como se diferencian también se parecen? Hagamos, por qué no, un juego de ficción. El periodista, igual que el político, está en contacto con la realidad, con la descarnada y tajante realidad. Reconocen ambos que deben cuidarse si no quieren mancharse las manos y hacerle el honor a una ética consagrada a que sus intereses personales no priven sobre el bien común.
Periodistas y políticos son similares en sus límites: se saben trabajando con una realidad que los trasciende y sobre la cual quieren actuar de algún modo. Los carcomen las sospechas mutuas porque, mientras el político aspira a transformar la realidad, el periodista sólo puede hablar de ella o retratarla con una cámara a la que le impone el ángulo y el instante. Pero también ocurre a la inversa: si la palabra puede crear realidad (lo que existe en la prensa es lo que existe, según un sofisma que aspira a ser verdadero en sus consecuencias), si la realidad depende de la palabra, entonces el periodista le gana la partida al político, ya que es más fácil transformar el mundo con el verbo y con la imagen que por medio de la acción. Esto reafirma las sospechas mutuas, pues el político también actúa sobre la realidad más allá de las palabras y el poder del periodista quisiera ser más que el resultado de un juego verbal... Y así podríamos seguir.
En mi opinión el problema de fondo consiste en que las relaciones entre prensa y política son necesariamente tensas porque están marcadas por conflictos de intereses. Prensa y política se disputan el mismo espacio de la opinión pública y coinciden por sus diferencias en un lugar en el cual se forja su legitimidad. Pero no todo es lucha. También debe esperarse que estas tensiones se vayan codificando en función del interés común, por una especie de contrato social cuyo fin es organizar el juego de poderes. Al fin y al cabo la meta debe ser la fortaleza de las libertades públicas y el control de los poderes que atenten contra el bien común.
Los partidos son un espacio de los juegos de poder. La prensa, a su vez, se define como portadora de significados que expresan intereses políticos, públicos y privados y no constituye, por eso, un lugar casto y neutral en el mundo. Tampoco políticos o periodistas están libres de inclinaciones subjetivas. Tanto la prensa como los partidos asisten a un movimiento pendular entre los intereses privados y el interés común. Pienso, en consecuencia, que la situación es insoluble, porque el conflicto es esencial a las relaciones. Lo deseable, en fin y al cabo, remite a una vieja historia: la necesidad de codificar la conducta de la prensa y, ¿por qué no?, la del político.
(Reflexiones sobre un seminario dedicado al tema de los medios de comunicación y el poder político en Centroamérica, organizado a fines de 1995 por la Fundación Konrad Adenauer).