Talibanes, verdugos del Estado Islámico, neofascistas declarados como los presidentes de Rusia y Filipinas, así como hombres comunes y corrientes de derechas e izquierdas, sienten una simpatía abierta o vergonzante con el personaje de Donald Trump, arribado a la escena política –no me cabe la menor duda–, como un síntoma de nuestros tiempos.
¿Qué manifiesta ese síntoma? Puede decirse que es el péndulo retornando después de que los movimientos de mujeres y feministas estallaron en el siglo XX con las luchas que las empoderaron y envalentonaron, que las convirtieron en sujetas activas de hecho y de derecho frente al antiguo poder patriarcal de papas, obispos, curas, padres, maridos, novios, hermanos e hijos.
Esto ha sido más palpable sobre todo en Occidente. En otras culturas contemporáneas, las mujeres todavía tienen prohibido salir a la calle si no es en compañía de alguno de aquellos; son transadas por sus padres o caciques mediante matrimonios desde niñas; tienen prohibido divorciarse; tienen la obligación de parir hijos para la comunidad; y si, a pesar del peligro que corren cuando usan de su libertad, se atreven a transgredir una de estas u otras prohibiciones, son “castigadas” con la violación colectiva o asesinadas a pedradas por los hombres de la comunidad, por atentar contra la economía política del honor (léase del poder) masculino.
Los medios de comunicación informan de hechos como los mencionados que ocurren en países lejanos como la India, Pakistán u otras sociedades asiáticas o africanas. Sin embargo, en sociedades como la nuestra, las formas que adquiere el ejercicio de la violencia patriarcal contra las mujeres solo aparecen más “naturalizadas” –menos “exóticas”– ante nuestros ojos.
Feminicidios. Los asesinatos de mujeres por sus esposos, convivientes o novios son vistos como crímenes comunes efectuados debido a “excesos pasionales humanos”; las hijas, estudiantes, pacientes, empleadas o subordinadas de toda naturaleza, acosadas sexualmente o víctimas de abuso o violadas por los hombres que tienen poder sobre ellas, son convertidas en sospechosas de inducir a los hombres al ataque sexual.
Después de todo, siguiendo a los antiguos padres de las Iglesia judeocristiana, desde la caída de Adán y Eva, la sexualidad masculina es entendida como “compulsiva” (incontrolable), por eso Ambrosio, Jerónimo y Tertuliano se especializaron en detallar cómo la visión de las distintas partes del cuerpo de una mujer llevaría a los hombres al pecado. Por eso también, la mujer más honorable es, para ellos, la mujer tapada. Estos patriarcas justificaron la “necesidad” de ocultar a las mujeres, tanto sus cuerpos como su presencia. E inventaron para ellas el claustro de la domesticidad.
En Costa Rica, muchos hombres, como Trump, temen perder el poder sobre “sus” mujeres, así como los beneficios fabulosos obtenidos de mantenerlas a su servicio. Esta es la economía política básica de la cual no habla la economía política de derechas o de izquierdas.
En Costa Rica –como en la India y Pakistán, pero también Occidente– el tiempo y la libertad de movimiento de las hijas, novias, esposas y abuelas es expropiado con el fin de garantizar a los hombres la “retaguardia” material y emocional que les permite, a ellos sí, desplazarse a sus anchas por el mundo público en busca de trabajo (que les da poder económico) o de placer (ellas preparan los alimentos mientras ellos juegan la mejenga, etcétera. Ustedes pueden poner cientos de otros ejemplos).
Sublevación. Esto que antes aparecía como el “orden natural” de las cosas, es contra lo cual se sublevaron las mujeres y las feministas. Las mujeres llamaron “género” a todas estas prácticas patriarcales y machistas. Contra lo cual dijeron: “Este orden no es un orden natural. Este orden es un orden de género machista que nos impone servidumbre” y produjeron una revolución epistemológica. La cual, además, abrió las compuertas a muchas otras luchas que hoy hacen posible lo impensable.
Solo así consiguieron derechos como el de representarse a sí mismas ante los tribunales, de tener sus propios bienes y heredarlos, de divorciarse, de ser protegidas por la ley contra la violencia machista, de elegir si quieren o no casarse o juntarse con alguien o si quieren o no ser madres y, en ese caso, de planificar el número de descendientes.
Y ganaron el derecho de estudiar y de salir a la calle a producir su propio dinero para tener su propio poder económico y también poder decir que “no” a los papas, obispos, curas, padres, novios, hermanos e hijos.
Por eso, la visión revolucionaria feminista que sacó de su “legitimidad” autoatribuida a la violencia contra las mujeres resulta tan poderosa y es tan temida por los hombres cuya identidad se construye, desde la infancia, a partir de esa antigua visión masculina de controlar y obtener beneficios y ventajas existenciales usufructuando de la servidumbre de las mujeres.
No, la visión epistémica que supo desnaturalizar el género, no es una ideología. Es un arma contra la opresión históricamente documentada de las mujeres. O, dicho desde la perspectiva de estos hombres: “La institución del género es el mecanismo que las mujeres nunca debieron hacer evidente ¡porque nos es tan útil para reproducir nuestra ideología machista!”.
A los hombres que califican con el mote de “ideología de género” a esta lucha histórica de las mujeres por sus derechos y a esta lúcida transformación epistemológica que han producido, solo puede motivarlos el interés y la cobardía.
Ya que están, también por la historia de la construcción de los géneros, tan entrenados para liderar luchas justicieras y convertirse en héroes épicos, deberían más bien colocarse del lado de las mujeres y contribuir a desmontar una cultura que solo vergüenza trae a la humanidad en su conjunto.
La autora es comunicadora.