El viernes 19 de agosto, Oscar Arias y Ottón Solís conversaron personalmente por primera vez en nueve años. Todo indica que su reunión fue distendida y sustantiva.
En esa misma fecha, la Sala Tercera de la Corte Suprema de Justicia confirmó la absolutoria de Miguel Ángel Rodríguez en el caso ICE-Alcatel, por considerar que la Fiscalía no había cumplido con los requisitos formales necesarios.
Tres días después, al término de una reunión de trabajo en la Casa Blanca, el presidente Luis Guillermo Solís anunció “la mayor cooperación” recibida de Estados Unidos en más de 30 años. El grueso de los aportes se relacionan con seguridad, incluidos “tres vehículos blindados”, dos aviones de carga y “campos de tiro al blanco virtuales”.
Los tres hechos son muy disímiles en su naturaleza: en el primer caso, esencialmente política, en el segundo jurídica y en el tercero diplomática. Sin embargo, se conectan por sus implicaciones y las reacciones –o falta de ellas– que generaron. Vale la pena desentrañarlas.
Superficie y subsuelo. En un primer nivel, el encuentro Arias-Solís se puede leer de muchas formas. Entre ellas: fue parte del proceso de “consultas” del primero antes de decidir si competirá por la candidatura del PLN; un paso más del segundo para impulsar su iniciativa de una agenda común que conduzca a un gobierno de unidad nacional; o una buena jugada común para reforzar su vigencia política.
Pero más allá de las especulaciones inmediatas, la reunión también puede verse como señal de un trasfondo sociopolítico más profundo y relevante, que trasciende a ambos dirigentes, sus proyectos y partidos.
Entre el 2006, cuando se enfrentaron como candidatos, y en el 2007, cuando estuvieron a la cabeza del “Sí” y el “No” en el referendo sobre el TLC, Arias y Solís fueron las encarnaciones más visibles de dos fenómenos que generaron una honda polarizaron.
En las elecciones del 2006, Arias obtuvo el 40,9% por ciento de apoyo; Solís, el 39%, la menor diferencia desde el triunfo de José Joaquín Trejos sobre Daniel Oduber en 1966. Sus principales posturas, además, eran contrapuestas. En el referendo de octubre del 2007, los votos positivos superaron a los negativos por casi el mismo margen: 1,8 puntos porcentuales.
Un análisis de los resultados en cada uno de esos ejercicios muestra que no hubo una correlación significativa, por cantones, entre las votaciones por Arias o Solís y por el “Sí” o el “No”. Sin embargo, la brecha política primero, y la social después, fueron muy profundas; también, preocupantes, y sus decibeles subieron al extremo gracias a los crispantes discursos que las acompañaron.
Al reunirse una década después de tan emblemáticos episodios, compartir ideas sobre el presente, hablar de planes para el futuro y sugerir que podrían colaborar para impulsarlos, los principales lanceros de esa polarización dual revelaron que, al menos para ellos, ha quedado atrás. Me atrevo a decir que lo mismo ocurre con la mayoría de la gente, en particular las nuevas generaciones.
¿Pero cuál será la actitud del mundo político más allá de Arias y Solís? Al menos Patricia Mora, presidenta del Frente Amplio, tuvo algo revelador que aportar sobre el desenlace de otro episodio emblemático de fractura nacional, y a su gran protagonista.
Culpa y combo. Cuando, con motivo de la absolutoria procedimental de Rodríguez, La Nación consultó a distintos representantes políticos su opinión al respecto, la reacción de Mora fue esta: “Por principio humano, un individuo, por más delitos que haya cometido, no puede pasar su vida entera en un tribunal. Los tribunales tienen que decidir, pueden quedar inconsistencias, dudas, pero ya se pronunciaron y eso hay que respetarlo”.
Esta adhesión al principio de legalidad es bienvenida de parte de cualquier ciudadano, pero, sobre todo, de quien representa a un partido que no siempre ha celebrado nuestro Estado de derecho.
Su gran significado, sin embargo, está en otro matiz: Rodríguez, como presidente, y José Merino, como diputado y gestor del Frente Amplio (FA), estuvieron a la cabeza del primer gran episodio de ruptura social escenificado en nuestro siglo XXI: el rechazo del llamado “combo” del ICE, entre marzo y junio del 2000.
En ese momento, el naciente FA y otra serie de sectores opuestos a la modalidad de apertura del ICE aprobada entonces, calificaron a Rodríguez como el más consumado demonio del “neoliberalismo vendepatria”, opinión que se reforzaría cuatro años después, al estallar el escándalo ICE-Alcatel.
Nunca, desde los años 40, un gobierno había sido tan debilitado por un movimiento de protesta gremial, política y social como ocurrió con el “combo”. Hubo que esperar siete años para que el tema de la apertura del ICE se materializara mediante la agenda de implementación del TLC. Hoy, la competencia, al menos en telecomunicaciones, es un apreciado elemento de nuestra vida cotidiana.
Argucias y argumentos. En el debate hacia el referendo del 2007, abundaron las hipérboles y falacias. Una de las preferidas por el campo del “No” fue que el tratado autorizaría la producción de armas en Costa Rica, abriría nuestro territorio a los militares estadounidenses y seríamos atrapados por su “complejo militar-industrial”. El entonces diputado del PAC y ahora rector de la Universidad Nacional (UNA), Alberto Salom, fue especialmente prolijo con su ligereza al respecto; el presidente Solís, como parte de las huestes anti-TLC, se hizo eco, con peculiar dramatismo, de versiones similares.
Como resultado, toda colaboración en seguridad con Estados Unidos se convirtió en fuente de suspicacias o protestas desde el PAC, el FA y sus acompañantes de mesa.
Que el acuerdo con la Casa Blanca sellado hace pocas semanas para estrechar la cooperación con Estados Unidos y recibir el mayor contingente de entrenamiento y pertrechos “en 30 años” no haya activado ni un silbido de denuncia por parte de esos sectores, indica un profunda metamorfosis de percepción y actitud.
En buena hora ocurre así. El cambio podría descartarse como una táctica oportunista; puede ser, pero prefiero verlo de otra manera: como indicio de que el ejercicio o la cercanía al poder, y las alianzas que se originan a su alrededor, pueden generar realismo y prudencia. Como ha dicho el presidente en una sabia y poco original frase, “no es lo mismo verla venir que bailar con ella”.
Gracias a estas transformaciones, una decisión que en los gobiernos de Arias o Laura Chinchilla habría conducido a nuevas confrontaciones (al menos retóricas), proclamas incendiarias, acusaciones de vendepatrias y llamados a la calle para defender “la soberanía a punto de ser mancillada”, ni siquiera fue cuestionada por el Frente Amplio, los círculos más “progres” del PAC, o algún comunicado sermoneador de los Consejos de la Universidad de Costa Rica o la UNA.
Profetas y proclamas. A pesar de señales tan claras como las mencionadas, que sugieren el retroceso en las tendencias y discursos polarizantes, todavía existen profetas residuales que no cesan de augurar conflictos casi épicos.
En junio del pasado año, tras la curiosa alianza suscrita por el PAC, el FA y la coalición sindical Patria Justa, Albino Vargas, su principal demiurgo, dijo en una entrevista con La República: “Vamos hacia una polarización similar a la del combo del ICE o la del TLC con Estados Unidos”. En octubre siguiente anunció “la madre de todas las huelgas” y adelantó que sería “histórica”. En efecto lo fue, pero debido a su fracaso. Entonces Vargas arguyó, como había hecho tras dos fallidas experiencias previas, que se trataba de “un ensayo”.
Desde entonces, ha sido más juicioso. Pero la antorcha de la virulencia la han tomado los dirigentes de la otra coalición sindical –Bussco– y de la Asociación de Profesores de Segunda Enseñanza (APSE), que incluso considera a esta última como débil frente al “neoliberalismo”.
El nuevo ensayo de tensión que se vislumbra, y que emana de estas fuentes, girará en torno a las iniciativas legislativas para ordenar el régimen de empleo público. Es casi inevitable que, cuando se comiencen a discutir en serio, oigamos nuevos llamados “a la calle”, proclamas incendiarias, amenazas, advertencias contra los ataques al “Estado social de derecho” e intentos de presentar el debate como un nuevo caso de polarización generalizada.
Por supuesto que no lo es. Nada sugiere en este caso una ruptura social cercana a las del “combo” o el TLC. Se trata, simplemente, del enfrentamiento entre grupos gremiales defensores de un statu quo que los beneficia y el resto del país, que necesita un cambio en las disfuncionales normas que regulan las contrataciones, remuneraciones y calificaciones de los funcionarios del Estado, a quienes pagamos con impuestos o deudas.
Una mayoría de los diputados impulsa las reformas. El Ejecutivo, sin embargo, sigue ambivalente y temeroso ante ellas. Si leyera bien los indicios recientes, debería entender que en esta sociedad más desapegada de la polarización irracional, se han multiplicado las condiciones para nuevos y buenos cambios.
Nunca faltarán las protestas; son parte de la vida democrática y hay que respetarlas. Pero lo que realmente falta, para seguir adelante, son liderazgo, estrategias, acuerdos y buenas decisiones en pro del bien común.
El autor es periodista.