Desde la promulgación de la Constitución Política vigente, casi sin darnos cuenta, hemos sido testigos del debilitamiento y deterioro sistemático de las competencias del Poder Ejecutivo, en contraste con el fortalecimiento —a mi juicio desmedido— de los otros Poderes, instituciones autónomas y una amplia variedad de entidades.
Lo anterior lo ha gestado el genio del legislador para escamotear recursos al Ejecutivo, poder por excelencia, y que la prensa y el ciudadano, especialmente a través del voto, supervisan más cercanamente. Elemental respeto al principio democrático.
Uno de los primeros y más certeros golpes a la arquitectura institucional pensada por el constituyente fue el irrespeto al artículo 191, que establecía que un estatuto de servicio civil debía regular las relaciones entre el Estado y sus servidores con el propósito de garantizar la eficiencia de la administración.
Ahí empezaron las trampas: el presidente Otilio Ulate ordenó que el estatuto fuera únicamente para el Poder Ejecutivo, y el Congreso así lo aprobó en 1953. Este es el pecado original del sistema.
Todos los demás, aproximadamente el 80% del personal del Estado, se apartaron de los esquemas salariales conservadores establecidos hasta hoy en el Régimen de Servicio Civil (RSC), y algo más grave: empezaron a debilitarse los principios de todo sistema meritocrático: publicidad, igualdad, mérito (idoneidad) y acceso a los cargos públicos.
Salarios crecientes
Se perdió toda equidad salarial, y el espíritu del concurso público para aspirar a los cargos se convirtió en un método para legitimar a los interinos, previamente instalados a dedo por amiguismo, nepotismo o criterios político-partidistas.
El Gobierno Central resistió lo que pudo la nefasta tendencia hasta el 2015, cuando, al quedarse totalmente sin recursos para publicaciones, empezó a emitir una serie de circulares que legitimaron este catastrófico modelo. Los principios universalmente admitidos para un RSC ya no existen en el Estado.
Peor aún, el Estatuto de Servicio Civil (inciso f del artículo 13) pedía elaborar un proyecto de ley que sería en 1957 la Ley de Salarios de la Administración Pública (2166). Ordenaba la promulgación, para todo el Estado, de una escala salarial elaborada por la Dirección General de Servicio Civil (DGSC), y así se hizo. Sin embargo, los demás Poderes y las autónomas —Corte Suprema de Justicia, Contraloría, CCSS y UCR— se negaron a acatarla, alegando que el alcance de DGSC se quedaba en el Gobierno Central y nada que proviniera de ese estatuto les concernía.
Esta ley también creó las famosas anualidades calculadas de acuerdo con el salario base, y eso sí les gustó a las demás instituciones. En principio, iban a ser administradas conservadoramente por la DGSC, dentro de una política muy socialdemócrata que José Figueres Ferrer llamó “de salarios crecientes”.
Todavía hoy, la anualidad de un profesional del Gobierno Central es del 1,94% sobre el salario base. Nadie esperaba que algunas instituciones aumentaran ese pago hasta el 9,99% sobre la base, y menos que decidieran calcularla no a partir del salario base, sino tomando como referente la totalidad del salario, algo que hicieron, entre otros, las universidades.
La administración de este monstruo —nos recuerda la OCDE— ha resultado cara y compleja.
Controles
El Poder Ejecutivo sufre todos los controles imaginables, incluida la defensa del presupuesto cada año ante la Asamblea Legislativa, mientras que las autónomas y otros Poderes solo deben responder por un “control de legalidad” ante la Contraloría General de la República, la cual no podía —y en muchos casos ni le interesó— cuestionar las amplísimas autonomías, calificadas por muchos de auténticas “repúblicas independientes”.
Muchas instituciones del Gobierno Central funcionan en condiciones de quiebra técnica desde hace décadas; las demás gastan a manos llenas. Mientras una institución pública que conozco muy bien recicla piezas de computadoras para construir una, otras erigen edificios de seis plantas para parqueo de sus empleados. Este mundo está al revés.
Sucede también, y debo decirlo, que algunos sectores privados, por medio de sus poderosos instrumentos de incidencia política, procuraron a lo largo de décadas reducir el crecimiento del presupuesto para ferrocarriles, en beneficio de otras modalidades de transporte terrestre. Lo mismo hicieron en el campo de la seguridad pública para favorecer a las empresas de vigilancia privada, para citar solo dos ejemplos conocidos.
La deuda pública se acerca al 70% del PIB y se gasta el 50% de los recursos en salarios; el doble de la media de los países de la OCDE, repartido entre las castas. El Poder Ejecutivo se cae a pedazos.
El autor fue director del Servicio Civil.