Con orgullo celebramos que hace 62 años en un acto sin precedentes nuestro país aboliera el Ejército. Se fundamentó esa decisión en que un gobierno democrático no necesita un ejército para su control interno; si fuera agredido por otro país del continente, existe un mecanismo entonces llamado Tratado de Río y hoy TIAR, en el cual los países signatarios se comprometen a defender al país agredido.
Ese concepto ya se probó en 1955 cuando un grupo de costarricenses, apoyado por el Ejército de Nicaragua, invadió Costa Rica por la frontera norte, con el fin de derrocar al gobierno constitucional de don José Figueres Ferrer.
Como un muy joven voluntario de la Cruz Roja destacado en La Cruz, Guanacaste, pude ver tanquetas de ese ejército abandonadas allí. Los guardias civiles rápidamente fueron a defender la soberanía, en días se formó un ejército de voluntarios, países amigos nos defendieron y en semanas terminó el conflicto, no obstante que hubo muertos y heridos.
Para que esta filosofía funcione, se supone un mínimo de decencia de los Gobiernos vecinos. Tristemente, hoy vemos que esa decencia no existe. Por esta razón, deberíamos reevaluar nuestra dependencia en la defensa de otros.
Tal vez deberíamos seriamente pensar en una reserva de la Fuerza Pública, compuesta por civiles con entrenamiento militar, con equipo bélico adecuado guardado por la Fuerza Pública y cada uno de ellos en sus casas, con entrenamiento periódico para estar capacitado para disuadir aventuras de los cobardes que pudieran gobernar países vecinos. Otros han probado este esquema con éxito, como Suiza.