El monte Taigeto (también conocido como “Cinco Dedos”), forma parte de la cordillera del Peloponeso al sur de Grecia, fue, según la leyenda, el sitio utilizado por los espartanos para despeñar a los niños que nacían con defectos físicos y a los adultos infractores de la ley de la Polis.
Traigo esto a colación porque en los tiempos que corren, por ejemplo, el discurso del señalamiento de superioridad de una etnia sobre otra, ha influenciado el balance de poder en las elecciones de algunas potencias mundiales (pese a que el color de la piel, científicamente es solo una insignificante manifestación del fenotipo genético), y aunque sepamos que el nivel de variación entre individuos humanos es mínimo.
A sabiendas de eso, la realidad confirma que las apariencias importan y, al parecer, cada vez interesan más.
Premisa insípida. Partiendo de esa premisa tan banal, no causa asombro el trato que la colectividad asigna a las personas con algún tipo de discapacidad (física o mental).
Según la constitución de la Organización Mundial de la Salud (OMS), de 1948, la discriminación es toda distinción, exclusión o restricción hecha por diversas causas, que tiene el efecto o el propósito de dificultar o impedir el reconocimiento, disfrute o ejercicio de los derechos humanos y las libertades fundamentales.
Resulta evidente que el espectro de los grupos discriminados es muy amplio y muchas minorías encajan dentro de los parámetros de la definición brindada; sin embargo, este artículo, sin ninguna pretensión especializada, pretende acercar al lector a una realidad cotidiana en muchos hogares costarricenses.
Síndrome de Down. Me refiero a nuestros compatriotas con síndrome de Down. Las células del cuerpo humano contienen 46 cromosomas repartidos en 23 pares (22 de ellos se denominan autosomas o cromosomas ordinarios y un par contiene los relativos al sexo, XY o XX según sea hombre o mujer).
En las personas con síndrome de Down se da la presencia de 47 cromosomas en las células y ese cromosoma suplementario se encuentra en el par 21.
Los genes en sí son normales, pero el número es excesivo, y no es posible que exista un solo cromosoma cuyos genes no intervengan en el mantenimiento del desarrollo equilibrado del cerebro, ahí reside el origen genético de la situación que afecta transversalmente la salud de la persona.
No debe existir un encasillamiento apriorístico que caracterice a quien lo padece por la etiqueta genérica de su discapacidad. Los factores ambientales, el tipo y grado de estimulación recibida, la dedicación específica a la cobertura de sus necesidades educativas son determinantes para la calidad de su vida.
Reseña de la estupidez. Tal y como señala una eminente psicóloga argentina, Sofía Giovagnoli, la discriminación puede ser tan vieja como la guerra, o quizá más, pues en muchos casos alimenta su génesis, y ha roído por siglos los corazones y las vidas de los seres humanos. En algún momento perdido en el tiempo, contra toda sensatez, los miembros de nuestra especie empezaron a considerar que las diferencias individuales o grupales respecto a sus semejantes los hacían, precisamente, des-semejantes.
No solo eso: creyeron que los “distintos” eran por eso inferiores, temibles y atacables. Cualquier parecido con la realidad, culpen a la historia y no a quien escribe.
No es exagerado afirmar que sobre el lomo de las personas discriminadas, esclavos con otro color de piel, etnias completas reducidas al trabajo extenuante, se edificó la cultura occidental.
La discriminación es, por lo tanto, un fenómeno multifacético dependiente de matrices complejas e históricamente arraigadas.
En realidad, heredamos representaciones sociales construidas a través de la mitología de los grupos y de la secuencia de la humanidad, construidas al interior de una cultura específica propia de una civilización, una nación o de un grupo territorial.
Hemos sido capaces de construir muros para separarnos unos de otros, derribarlos y volverlos a levantar. No todas las tapias y paredes son de material tangible. Pero somos siempre capaces de percibirlos.
Categoría clínica. El descubrimiento del síndrome de Down como entidad clínica específica se atribuye al médico John Hydon Langdon Down, quien trabajaba como director del Asilo para Retrasados Mentales de Earlswood, en Surrey, sureste de Inglaterra.
A partir de los datos obtenidos, en 1866 publicó en el London Hospital Report un artículo para destacar la existencia en Europa de un conjunto de personas con retardo mental caracterizado por presentar una morfología facial peculiar en relación con los sujetos “normales”.
De acuerdo con los datos que he consultado, la incidencia de este síndrome en madres de 15 a 29 años es de 1 por cada 1.500 nacidos vivos; en madres de 30 a 34 años es de 1 por cada 800; en madres de 35 a 39 años es de 1 por cada 385; en madres de 40 a 44 años es de 1 por cada 106; en madres de 45 años o más, es de 1 por cada 30.
Modelo de prescindencia. En mi niñez y juventud, lamentablemente me percaté de familias que aislaban a sus niños con síndrome de Down de la sociedad, y prácticamente los escondían de la mirada pública. Esa actitud correspondía al llamado “modelo de la prescindencia”, que tuvo sus orígenes en la antigüedad y Edad Media en Occidente, el cual consideraba que las causas que dan origen a la discapacidad, en general, respondían a un motivo religioso.
Las personas con alguna capacidad diferente eran percibidas como una carga familiar y social. Las políticas que les concernían se centraban en prácticas eugenésicas y consideraban a las personas con discapacidad como seres no merecedores de la vida ya que por su deficiencia no estaban en condiciones de aportar nada a la comunidad, por lo que era usual que el colectivo tuviera como destino la exclusión social o directamente su supresión física.
En el 2016, este atavismo es aterrador; sin embargo, plantea preguntas bioéticas de no fácil solución.
En la Edad Moderna surgió el modelo médico o rehabilitador, que aún hoy continúa siendo el paradigma hegemónico. Este entiende que la discapacidad obedece a causas individuales y médicas y que por ello toda persona debe ser rehabilitada de modo que pueda ejercer normalmente su función en la sociedad.
Este enfoque tuvo su auge en la década de los años sesenta y reduce la subjetividad a su deficiencia, pidiendo que sean ellas las que deben adaptarse al mundo y no al revés.
Modelo social. Actualmente, lo correcto es condenar el estatus que tenían estas personas como de “ciudadanos de segunda clase”. Este enfoque reconoce a las personas con discapacidad como sujetas de derechos y propone respuestas no solo para este grupo sino para la sociedad en su conjunto, especialmente para quienes tienden a ser marginados por sus diferencias.
La Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (rige desde el 3 de mayo del 2008) retoma los principios de este modelo social. Aborda la discapacidad desde una dimensión más amplia y desde la lucha de las personas con discapacidad en pos de su autoafirmación y empoderamiento como ciudadanos en procura de un mundo más equitativo y digno.
El autor es abogado.