No deja de sorprenderme cómo las madres saben hasta lo que no saben
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Por Rafael León Hernández
Me indicó el lugar preciso donde estaba la llave de la gaveta donde guardaba sus objetos más valiosos. Dentro, hallé mis dientes de leche, el álbum de fotos de mi infancia, el programa de mi graduación de la escuela, un recuerdo de un quinceaños, las muchas cartas que recibió de su hermano, recortes de cada uno de mis artículos y muchos otros recuerdos de su vida, abruptamente interrumpida.
Su mayor tesoro nunca fueron cosas, sino las vivencias que había detrás de ellas. Muchas de ellas —por pocas que fueran— relacionadas conmigo.
Con sus cosas en mano, lloré de nuevo, por el desconsuelo que conocí hasta el día anterior, cuando salí del hospital con la certeza de que no volveríamos a vernos. De dejarla en manos de extraños que no podían decirle cuánto la amábamos quienes estábamos fuera.
Le dije muchas veces que la amaba, pero nunca suficientes. Es inevitable ver el pasado, pensar que se pudo haber departido más, pero también pudo ser mucho menos. La vida y otras muertes me enseñaron que es bueno dejar atrás desacuerdos que, al final, son insignificantes, si nos impiden departir con quienes realmente importa.
Me dijo muchas veces que su nieta pequeña no se acordaría de ella, y la contradije cada vez, sin lograr convencerla. En nuestra última llamada, me dio instrucciones precisas de qué iba a dejarle como un recuerdo suyo, y me encargó preservar en ella su memoria; un objeto a cambio de las vivencias que no compartirían. No deja de sorprenderme cómo las madres saben hasta lo que no saben.
«¿Cómo haremos para que se acuerde de ella?», me preguntó mi hija mayor. «Le contaremos historias», le respondí.
Tenía su carácter, una forma tan particular de ser que nos permitirá contar historias por siempre. Pero lo principal es que jamás dejó de amar sin importar lo que fuera, jamás dejó de dar ni de darse. Incluso, nunca desistió de perdonar y preocuparse por el bien de quien peor la trató en su vida. Ese don, del cual carezco, la hace inolvidable.
Ella me amó desde antes de mi existencia. Su felicidad fue la mía. Sé que fue así, aunque no sea justo. No tengo forma de retribuirle, por más que me duela reconocerlo. No me queda más que tratar de amar a mis hijas de la forma como ella me enseñó a hacerlo.
Durante el funeral, guardé silencio. Quizá, por falta de palabras para describir lo que sentía; quizá, por el nudo en la garganta que retiene dentro el alma. Más que hablar, necesitaba escuchar otras voces, saber que fue comprendida, que todo el amor que entregó, aun con sus imperfecciones, fue entendido, aceptado y agradecido. Recibí ese consuelo y en él reside mi paz.
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