El escándalo de La Gran Familia ( La Nación , 18/7/14), institución mexicana, supuestamente de beneficencia, fundada en 1947 por Rosa del Carmen Verduzco –que se hace llamar a sí misma “Mamá Rosa” (semejante autoapodo, impositivo y narcisista, ya debería haber levantado sospechas)–, refleja la verdadera naturaleza del mal, esto es, su minimización, justificación y banalización; respecto a esta última pose frente al horror, reflexionó Hannah Arendt a raíz de los crímenes nazis, señalando que los sistemas basados en la obediencia ciega y en la despersonalización de las propias acciones inciden directamente en la normalización de la aberración (ya ella consideró que “ante la banalidad del mal, las palabras y el pensamiento se sienten impotentes”).
Absolver al monstruo. No son las crueldades que han salido a la luz lo que me ha dejado petrificado –robo de bebés, hacinamiento, condiciones insalubres y de semiesclavitud para los 592 acogidos (el 76% de ellos, menores de edad), castigos brutales, abusos sexuales–, que también, sino la actitud de los “respetables” que, como una turba enfurecida, se han lanzado a absolver al monstruo, a Mamá Rosa, todavía bajo el hechizo de su nombre intencionalmente precedido de un título biológico cuyas cargas semántica y emocional, empapadas del imperativo “honrarás padre y madre” –uno de los peor interpretados y practicados del decálogo bíblico a lo largo de la historia–, abortan automáticamente protestas y disensiones.
Entre los abogados espontáneos de Verduzco destacan, con sombra siniestra, Vicente Fox (presidente de México, 2000-2006) y su esposa Marta Sahagún –ninguno de los dos, precisamente, blancas palomitas, acusados, ambos, de tráfico de influencias y enriquecimiento ilícito–, manifestándole el primero su “solidaridad” y enviándole “un fuerte abrazo” tuiteado. Lo que más choca es el argumento empleado por la segunda, que la defiende a capa y espada por ser una “mujer buena, generosa y conocidísima ”, epítetos frívolos donde los haya, típicos de gente bien que elige obviar el mal. Para la ex primera dama, ser “conocidísimo”, al parecer, lleva aparejada la retahíla exculpatoria de ser “bueno” y “generoso”, incapaz de digerir que una excelente publicidad se estrelle contra el duro pavimento de las evidencias que la contrarían.
Las declaraciones del hermano de Marta Sahagún, Alberto –médico que, tras la intervención policial, casualmente atiende a Verduzco, cuyo riego sanguíneo jamás se alteró ante el régimen infrahumano que aplicó con mano de hierro, por una conveniente isquemia cardíaca-, hielan: “Si el internado está sucio, que, en vez de armas, traigan productos de limpieza” y “Ser pobre, y no tener para atender como es debido, no quiere decir que sea una delincuente”.
He aquí un ejemplo tan perfecto como estremecedor de la banalidad del mal. No es solo que el internado estuviera “sucio” –estamos hablando de una “infestación de ratas, chinches y pulgas” ( El País , 16/7/14)–, sino que tanta dejadez reveló el maltrato recurrente al que eran sometidos los que, escapando de mil maltratos previos, fueron a caer en el corazón de la vejación institucionalizada entre cancioncitas obligatorias cuyo estribillo, “Mamá Rosa, yo te quiero”, pone los pelos de punta. Por otra parte, vincular pobreza y suciedad es una treta demagógica (la suciedad tiene que ver con la miseria moral más que con la carencia material: Michael Jackson, multimillonario, vivió y murió en una mansión reconvertida en pocilga, mientras que alguien sin dinero y con un par de brazos puede mantener impecable una chabola), toda vez que La Gran Familia era un imán de donaciones, públicas y privadas, que jamás llegaron a sus beneficiarios.
Negligencia. A ellos se ha unido un ejército de “intelectuales” y sujetos influyentes cuya presión ha sido tal que la Procuraduría General de México se ha visto forzada, en un lamentable espectáculo de intrusismo y juicio mediático paralelo, a dejar en libertad a quien, horas antes, imputó como “delincuente de alta peligrosidad”. Sin aceptarlo, estos paladines no están protegiendo a una mujer degenerada que ha sido descubierta, sino a sí mismos, puesto que condenarla sería condenar su complicidad y negligencia por no haber prestado mayor atención a lo que se cocía en ese internado: sus encomios del pasado se volverían contra ellos como un bumerán, así que optan por reactualizarlos echando balones fuera y atribuyendo los desmanes a otros trabajadores del centro, jugando la baza de la ignorancia beatífica de su alma máter y directora ejecutiva y, por extensión, la de ellos mismos.
Enrique Krauze, historiador mexicano que respalda a Verduzco calificándola de “leyenda” –de nuevo, el manido recurso de la mitificación como mezquino salvoconducto de probidad–, alega en su favor que “daba una educación a los niños”. No se trata de qué se da, sino de cómo se da. Las idealizaciones son siempre peligrosas por cuanto, cuestionadas, resquebrajan la identidad de quienes se apegan a ellas.
Desgraciadamente, el mundo ha sido testigo de casos similares, pero lo peor es que no escarmentamos: los cimientos de todos ellos, diseñados para sostener rascacielos de mentiras macizas, eran de humo, construidos a partir de la “buena reputación” de rapiñadores disfrazados de bienhechores.
Lágrima fácil. Ahí está ‘Mama’ (nótese cómo da de sí capitalizar la maternidad) Jackie Maarohanye, una suerte de ‘Madre’ (otra vez) Teresa africana, definida por Oprah Winfrey nada menos que como “un ángel sobre la Tierra”, beneficiada con millones de dólares procedentes, aparte de Winfrey, del extinto Nelson Mandela, Bill Clinton y Brad Pitt –admiradores confesos– para su colegio de huérfanos que resultaron no ser tales (un documental del 2006 destapó la estafa): con la frialdad de una psicópata, obligó a los niños a relatar historias terroríficas sobre el pasado de cada uno de ellos –cuyo guion ella inventaba con imaginación dickensiana–, con vistas a multiplicar los donativos por la vía de la lágrima fácil; los improvisados actores que no daban la talla o se negaban a participar en la representación eran golpeados. Para Mandela, su principal valedor, supuso tanto un mazazo como un déjà vu: su primera esposa, Winnie –adivinen su alias: para variar, ‘Madre’, esta vez de la nación–, figura emblemática de la resistencia negra contra el apartheid, derivó en cabecilla de un grupo criminal (recordemos, ya que la idolatría es enemiga de la memoria, que el mismo Mandela fue encarcelado por liderar el brazo armado del Congreso Nacional Africano).
Salvando las grandes distancias, hay una entidad de bien social en Costa Rica, en la que los adolescentes y jóvenes reciben, efectivamente, una “educación” en términos de transmisión de conocimientos. Al mismo tiempo, y proyectando una imagen idílica, son “educados”, al parecer, en un sistema asentado en la delación, las expulsiones y los despidos arbitrarios, la intimidación, la insolidaridad, el abuso de poder y el miedo. Lo esencial está más o menos bien cubierto, pero, de ser cierto todo lo anterior, ¿cómo se cuantifica la frustración?, ¿cómo se mide la influencia de quienes dirigen, desde una supuesta injusticia, sobre estudiantes que aprenden a asimilar la pasividad como virtud y, muy probablemente, a reproducirla, si no a imponerla como se les impone a ellos, en el futuro? Evadir estas preguntas no sería otra cosa que banalizar el mal.