“El pasado es un país extranjero, allí hacen las cosas de otra forma”. ¡Cuánta razón tenía L. P. Hartley al iniciar con esa frase su célebre novela El mensajero! Para algunos, lamentable; para otros, sorprendente, pero a fin de cuentas apodíctico: la vida cambia porque nosotros mismos lo hacemos.
Ya sé, ya sé, un comentario más propio de la senectud que de la estulta sandez (válgase el uso del pleonasmo) del humilde adolescente con aires de pseudoensayismo a quien usted lee en este preciso instante. Empero, sin importar la fuente inexperta (también llamada, este jovenzuelo irrelevante), la veracidad tras el contenido es irrefutable:
De las empresas más grandes del mundo por valor bursátil, un vasto número de ellas nunca habrían surgido de no ser por los notables avances tecnológico-digitales del presente y las últimas décadas (Apple, Amazon, Microsoft y Alphabet); además, en países como Suecia y Dinamarca las tarjetas y aplicaciones informáticas buscan reemplazar (y reemplazan) el dinero en efectivo para combatir la corrupción, facilitar trámites y ahorrar recursos.
No solo las finanzas han cambiado, los transportes, la medicina y la alimentación han dado giros que hubieran sido inimaginables hace algunos años. Hasta la jurispericia ha sido afectada, demasiados intelectuales cavilan ya sobre una cuarta generación de derechos humanos relativos a las nuevas tecnologías. Incluso aquí, en Costa Rica, la Sala Constitucional (resolución 12790 del 30 de julio del 2010) dio al acceso a Internet la condición de derecho fundamental; el propio numeral 78 de la Carta Magna constata la obligación del Estado de facilitar el alcance tecnológico a todos los niveles educacionales.
Asimismo, está la otra cara de la moneda: las telecomunicaciones y las redes sociales, pero no solo la parte macro, que enriqueció a genios como Mark Zuckerberg, también la —en apariencia— pequeña (la del diario vivir), la que ha propiciado poder vernos las caras desde naciones distintas, visualizar horas de entretenimiento en lo que antes habría requerido toneladas de plástico y metal o saber cómo se encuentran nuestros ídolos y amigos, pero que a su vez ha afectado las relaciones humanas y aumentado los casos de acoso cibernético.
Desensibilizados. Cabe cuestionarse, incluso, si la modernidad nos ha desensibilizado. ¿Acaso hemos olvidado que un “me gustás” es mil veces más hermoso que un “me gusta”? ¿O seguimos pensando que en un limitado número de caracteres cambiamos el orden mundial (bueno, esto no aplica para el actual inquilino de la Casa Blanca; a él le bastan dos tuits para alterar el índice Dow Jones)?
Con la red somos capaces de viajar miles de kilómetros con solo un “enviar”, pero con la misma facilidad alejamos a los más cercanos, aun cuando están a nuestro lado. No levantamos la cabeza a veces no por derrotismo, sino por el estupor que nos causa una pantalla que nunca se comparará al calor de un abrazo de quien (o quienes) amamos.
El orbe se transforma con inusitada rapidez, en parte por culpa de lo que Joseph Schumpeter definió como “destrucción creativa”, el antaño no va a regresar por mucho que lo añoremos, pero los valores pueden prevalecer y depurarse tras el tiempo. Después de todo, el futuro lo construimos a cada paso, y, como diría Jack Ma: “Donde resaltan las carencias se esconde la innovación”.
Los medios han de ser empleados para garantizar el derecho a una información fidedigna, no para difamar o plagar el imaginario colectivo de noticias falsas. Y las redes sociales para instar a la libre expresión y aproximarnos, no para propinar vituperios a diestra y siniestra u horadar el sentido de una de las libertades más preciadas.
Deben usarse para fomentar el debate, no las falacias ad hominem o promover lo que Umberto Eco definió como la “revolución de los idiotas” o “la cultura del antiintelectualismo” a la que muchos homologan la democracia, como resumió Isaac Asimov.
Estas celerísimas modificaciones del acaecer deben ser las de los grandes objetivos: proteger la salud, reducir la dependencia del petróleo, construir lo extraordinario con lo impensable, promover el aprendizaje junto al desarrollo mundial y, sobre todo, dejarle un mejor lugar a las futuras generaciones. Al fin y al cabo, como expuso en su momento Víctor Hugo: “Lo que conduce y mueve al mundo no son las máquinas, sino las ideas”.
El autor es estudiante de secundaria.