Al inicio todos quisimos creer que el desfase de 80 metros de longitud y 6 metros de altitud en la construcción de la carretera que conectará la ruta 32 con la nueva Terminal de Contenedores de Moín (TCM), en Limón, era el resultado de un error al que ya estamos casi acostumbrados cuando se trata, como en este caso, de obras públicas.
Molestos –aunque mal acostumbrados– le dimos al MOPT y al Conavi el beneficio de la incompetencia varias veces demostrada. Supimos que la “pifia” le costaría al erario –es decir, a nosotros– la bicoca de $14 millones adicionales.
El ministro de Obras Públicas y Transportes, Carlos Villalta, sin embargo, respondiendo un cuestionamiento ciudadano dirigido al presidente de la República, pero cuya respuesta, como es usual, el mandatario evadió en favor de su ministro, en una mezcla de ignorancia de la legalidad administrativa y cinismo burocrático, nos sacó de nuestro bondadoso error.
La pifia no era tal, el desfase entre el puerto y la carretera fue el resultado de un acto deliberado de este gobierno. Para evadir el cumplimiento de obligaciones legales en materia ambiental, el gobierno introdujo en el cartel del concurso para adjudicar la oferta datos deliberadamente erróneos sobre lo que la administración necesitaba y, conscientes del engaño, introdujeron en el presupuesto de la obra una provisión para pagar “la torta”.
La confesión del ministro –en una respuesta dada en nombre del presidente de la República– admite, en consecuencia, la posible existencia de, al menos, tres delitos: falsedad ideológica en documento público, fraude de ley y violación del deber de probidad.
Prueba. En este caso, la confesión del ministro podría constituirse en prueba palmaria de dichas conductas típicas. Desde luego que en materia penal le corresponderá al Ministerio Público –cuando quiera y si quiere hacerlo– investigar y acusar los hechos y sus eventuales actores. Salvo que la Fiscalía –como ya lo ha hecho en otros casos– invoque un interés público superior que “justifique” dichas conductas, posiblemente típicas, y solicite el archivo de la causa, no hay otro camino que perseguir dichas conductas.
Pero donde las pruebas ya conocidas son fundamento suficiente para actuar, es en el orden político. El presidente de la República conoce, al menos desde el 9 de marzo anterior, lo actuado por sus subalternos y debería entender que lo hecho es contrario a la ética en la función pública, al principio de legalidad administrativa y al deber de probidad en el uso y disposición de los recursos públicos.
En lugar de sancionar, no obstante, apoya lo actuado y solicita que se “investigue todo” para ver si hay corrupción. No sé si a lo que se refiere el presidente Solís cuando habla de corrupción –dada su evidente ignorancia en derecho administrativo– es a encontrar pruebas para establecer la existencia de conductas relacionadas con los delitos de recepción de dádivas. Ello, a pesar de que nadie ha hablado ni presentado pruebas para presumir la comisión de esas conductas.
Evasión presidencial. De esa forma, el presidente Solís –además de evidenciar una vez más su ignorancia sobre el derecho administrativo que norma su cargo y su gobierno– evade su deber de actuar, ya tanto en el orden político como en el administrativo ante evidencias irrefutables que surgen de las propias declaraciones de uno de sus más cercanos subalternos, y de manera grandilocuente –como es usual en él– pide que otros investiguen y prueben lo que ya está investigado y probado.
Queda claro que en este caso la pifia no se dio en las coordenadas de la carretera –deliberadamente erróneas– si no en la actitud presidencial que no quiere ver lo evidente. ¿Por qué? ¿No puede?
El autor es abogado.