En el paraíso de la economía chavista que es la Venezuela actual, la escasez de productos básicos es la regla. No hay siquiera suficiente papel higiénico en los anaqueles de los supermercados y ello no obedece al fenómeno que un articulista de este medio sugirió, en broma, recientemente: que los venezolanos están defecando copiosamente.
Allí, como en Cuba, la gente debe hacer largas colas, algunas que comienzan a formarse desde las madrugadas, para comprar lo que aparezca. No se compra lo que uno quiere o necesite, sino lo poco que haya, sea para consumo propio o para re-venderlo. Las filas en los mercados venezolanos me recuerdan las que suelen formar los jóvenes para ingresar a un concierto de los Rolling Stones.
Mal social. La escasez de productos que todo modelo intervencionista procura constituye un mal social. También, el hecho de que la gente deba invertir (o, mejor, perder) horas de horas en las filas representa una maldición de diseño humano. Ante este estado trágico de cosas en Venezuela, la tierra de tantas Miss Universo, el sistema de mercado recién abrió un respiradero con el surgimiento de los “profesionales en hacer colas” para comprar productos por encargo de terceros –a cambio, claro está, de una paga– o para revenderlos, también con ganancia.
Esta profesión (¿“colista”?) crea una ganancia desde el punto de vista del bienestar social, pues más probablemente hacen fila quienes asignen el menor “costo de oportunidad” a su tiempo. Al cobrar por sus servicios, los colistas obtienen un ingreso, y los que por aquel pagan lo hacen conscientes de que peor les resultaría hacer fila ellos mismos. Por tanto, ojalá que el Estado omnisciente, omnipotente y bienintencionado venezolano no decida proscribir esa ocupación.
Aunque suene feo, las colas constituyen formas de racionar el disfrute de bienes y servicios escasos. Si quienes asignan menor costo de oportunidad al tiempo son los pobres, los desempleados y los viejos, ellos, por ejemplo, serán quienes mayores cuotas de aquellos recibirán. Al fin, la vida es una cola, y las colas, colas son.
Sujetos a colas. El acceso a la mayoría de los servicios que utilizan los miembros de la sociedad está sujeto a colas. Esperan los aviones para despegar y aterrizar, y lo hace quien compra los útiles escolares en una tienda y quienes piden un préstamo en un banco. Unas veces, el cliente espera en la barbería para un corte de cabello, pero, otras, son los barberos los que están a la espera de clientes. Lo mismo ocurre con los odontólogos, abogados, arquitectos y todo el que trabaje por cuenta propia.
El sistema de mercado libre constituye el mejor mecanismo para optimizar la longitud de las colas, pues toma en cuenta los costos (de oferta y demanda) en que incurren todas las partes involucradas. Por ejemplo, un supermercado puede operar con colas bajas (con el lema: “ Three is a crowd ”), pero, para hacerlo, debe invertir en muchas cajas y cajeros que en algunos momentos podrían estar desocupados. No es óptimo tener recursos ociosos, pero tampoco lo es ahorrar en ellos y perder clientes y ventas. Aquí, como en la regla de oro para colocar la velita, media un compromiso: “Ni tan cerca que queme al santo, ni tan lejos que no lo alumbre”.
Sistemas competitivos. En los sistemas competitivos, las filas son cortas. En cambio, las largas colas suelen constituir una de las características de los servicios suplidos por agencias estatales que operan bajo monopolio. Aunque, en teoría, el Estado dice operar por el bien de los ciudadanos, ese, en la práctica, no siempre es el caso, pues el empleado público promedio no suele tener en cuenta el costo en que incurren los administrados. Si, en realidad, nuestro Estado considerara esos costos, las presas en las carreteras y caminos vecinales no serían lo desesperantes que hoy son. Tampoco tendrían, las escuelas primarias públicas, las deficiencias de infraestructura física que tienen.
La apertura a la competencia de la banca, los seguros y las telecomunicaciones obligó a los suplidores estatales a ponerse las pilas en este sentido y dar servicios ágiles. Si la banca comercial fuera todavía monopolio del Estado, no habría cajeros electrónicos y cambiar un cheque, o pagar el agua y la luz, fácilmente tomaría tres horas.
La competencia, que, entre otras cosas, optimiza el tamaño de las colas, es la defensora del consumidor por excelencia.