“Porque también ustedes fueron extranjeros” (Levítico, 19:34). Esta frase se repite con insistencia y con fuerza en el Antiguo Testamento para recordar a los israelitas que ellos también fueron minoría y que sus derechos fueron vulnerados. Es la forma en que el texto les solicita dar a todos los mismos derechos de los que ellos gozan hoy.
No siempre se sabe que se es minoría, no siempre se comprende tan fácilmente que nuestros derechos no necesariamente son iguales a los de los demás. Nacemos pensando que las cosas son así, y que así seguirán. Por eso, vale la pena analizar con cuidado a qué minoría pertenecemos.
La primera vez que descubrí que yo era minoría tenía 8 años de edad. Fue el 11 de abril de 1986, el mismo día en que veríamos pasar el cometa Halley, en lo que sería el mayor espectáculo astronómico del año. Vivía en Córdoba, España, y ese día estaba con mi amigo Abdel, un niño musulmán.
Estábamos en el cementerio de Córdoba. Era muy antiguo y lleno de curiosidades. Nos habían contado que sobre una lápida se podía ver el esqueleto de una rana en un frasco de vidrio. Queríamos ver ese curioso esqueleto, queríamos averiguar por qué habían dejado ahí a esa pobre rana y quién era el hombre que yacía en esa tumba.Intuitivamente, anduvimos por entre las lápidas y las fosas.
En un giro que no solo fue geográfico sino emocional, ambos nos detuvimos frente a un espacio cercado. Era una especie de sección apartada, sus tumbas eran más sencillas, descoloridas y escasas. Un letrero indicaba “Sección protestante”. Yo me sentí aludido y triste. ¿Por qué había un rincón aparte para los protestantes?
La tristeza nos invadió a ambos, dos niños de pie, observando el infame rincón mortuorio al que eran confinados los que no profesaban la religión oficial del pueblo. No sabíamos cómo, pero habíamos llegado a la esquina de los difuntos impuros o infieles que, ni siquiera en su condición de fallecidos, poseían los mismos derechos.
Destino o elección. Ser evangélico en los ochenta significaba ser parte del 0,01% de la población. Era pertenecer a una minoría débil, ciertamente perseguida y vituperada. Yo, entonces, no lo sabía, pero aquella visita al cementerio me introdujo de pronto en un mundo que me gritaba todos los días que yo era diferente y que así debía ser tratado.
“Aquí no nos gustan los costarriqueñitos”. Era un hombre rubio, mucho más grande que yo. Estaba acompañado de otros tres individuos, también más grandes que yo. Corrí por mi vida. Ese martes descubrí mi segunda categoría de minoría: yo era inmigrante.
Me casé con una mujer católica. En principio, eso no tiene nada de especial… solo que yo soy pastor evangélico. Somos un matrimonio que apuesta por la reconciliación entre las diferentes herencias cristianas: un matrimonio de minoría. Y esto, también, nos ha cobrado una factura alta. Soy un pastor visto con recelo por parte de mis colegas evangélicos. Mi esposa es una buena católica, vista con recelo por muchos de sus hermanos católicos. Y creemos y reafirmamos que otra Iglesia es posible, una de reconciliación.
El viernes 20 de mayo del 2011 descubrí mi cuarta categoría de minoría. Ese viernes lluvioso nació nuestro hijo, un bebé que llegó con algunas malformaciones congénitas: un niño minoría. Y, por ende, nos convertimos en padres minoría. Todos los días, sentimos cómo nuestra sociedad necesita trabajar a brazo partido para garantizar la inclusión de las personas con necesidades especiales, con habilidades diferenciadas y con discapacidades. Esa Costa Rica no existe aún, pero podemos construirla.
El voto de cada uno es una encarnación de nuestros deseos e ideales, que está irremisiblemente anquilosado en nuestras experiencias personales. Es inevitable votar por lo que uno cree y por lo que uno más anhela. Quiero una sociedad donde las minorías, o las mayorías que son tratadas como minorías (como las mujeres), tengan mejores condiciones y donde los derechos sean de todos y para todos. Ese es un trabajo que tenemos que hacer todos juntos, sin distingos. ¿A qué minoría pertenece usted? ¿A ninguna? ¿Seguro?