La expresión es de Sartre, y alude a la tortura de la convivencia. De la convivencia con quienes ven las cosas distinto a como nosotros las vemos.
La acción política para la construcción de acuerdos entre los condenados al fuego eterno de la coexistencia es el mejor invento que han encontrado los homo sapiens para no seguir rompiéndose el cráneo a golpes (o al menos hacerlo con menor frecuencia).
Que en la construcción de esos acuerdos todos podamos intervenir, que se nos reconozca como agentes en la definición del mundo común, es ya el último paso evolutivo que hemos dado (hace menos de un siglo y solo en unos pocos países privilegiados del mundo). Decimos, en esos casos, que la vida en sociedad está regida por leyes democráticas, aprobadas con la intervención (directa o indirecta) de todos y abiertas a su modificación por la misma vía.
Sin embargo, nadie se ilusione. Ese maravilloso desarrollo social no ha apagado el ardor interno que nos generan los otros y sus majaderías. Solo lo ha reprimido. En el fondo nos sigue desagradando muchísimo la limitación de nuestra voluntad y el sometimiento a la autoridad (la ley alegra al macho alfa solo cuando él es el rey y su palabra es la ley).
No nos gusta la ley. Y para acordar los términos de esta nos molesta tremendamente tener que esperar, convencer y transigir con los que no piensan como nosotros, porque no, tampoco nos gusta la política.
Particularismo. Aquí es donde aparece un virus (que por cierto hoy tiene constipados a los independentistas catalanes) llamado por Ortega y Gasset “particularismo”: el no tener en cuenta a los demás y dejar de ver la propia “parte” como “parte del todo”. Mal que ataca a los que se miran mucho el ombligo y acostumbran a leer y escuchar solo lo que refuerza sus opiniones.
El problema es que el particularismo (sin la vacuna de una buena educación cívica) acaba auspiciando la “acción directa”: el pretender imponer la propia voluntad sin pasarla por el tamiz de las voluntades de los otros (a través de las instituciones comunes).
Para Ortega, la repugnancia hacia la política y los políticos no tenía su raíz profunda en que fueran mendaces o ineptos, sino en que encarnaban “el todo”, ese todo que el particularismo quisiera olvidar: “Por esto se odia al político más que como gobernante como parlamentario. El Parlamento es el órgano de la convivencia nacional demostrativo de trato y acuerdo entre iguales (…) esto es lo que en el secreto de las conciencias gremiales y de clase produce hoy irritación y frenesí: tener que contar con los demás, a quienes en el fondo se desprecia o se odia.
”La única forma de actividad pública que al presente, por debajo de palabras convencionales, satisface a cada clase, es la imposición inmediata de su señera voluntad; en suma, la acción directa”.
En consecuencia, argumenta Ortega, la acción pública queda reducida a pronunciamientos imperativos (hoy en forma de posts ), afición de quien cree que todos piensan o deberían pensar como él, y que por eso basta con que se pronuncie para que los demás se allanen.
¡Solo alguien perverso podría no asentir a su verdad! Frente a ese “primitivismo”, la “política moderna y sus complicadas instituciones” (se refería a la democracia liberal o representativa) son una refinada “obra del espíritu”, pero “las masas no quieren nada con ella y su modo de operar es la acción directa en que se suprime todo rodeo y todo intermediario”.
Lo escribía en la Europa de los años 30, que se preparaba para la mayor carnicería de la historia, y en España, donde los obreros tomaban a la fuerza el control de las fábricas (porque consideraban al gobierno republicano muy timorato), y los ricos ideaban con el ejército la insurrección franquista (porque consideraban al gobierno republicano muy revolucionario). La pulsión por aquellos años era “acabar con las discusiones”, porque el hombre-masa siempre ha preferido “la vida bajo la autoridad absoluta (afín a él, desde luego) a un régimen de discusión”.
Principio imperante. En la Costa Rica del bloqueo y la “democracia de la calle”, la acción directa es reina y señora: los impuestos son un expolio (se los roban, los desperdician o son regresivos) así que no los pago. La propiedad intelectual es injusta (beneficia a transnacionales, no a los creadores y obstaculiza el acceso a la cultura) por lo que voy a clonar y comprar pirata.
Creo que la fecundación in vitro es inmoral (deshacerse de cigotos es igual a matar) así que aunque se apruebe, no pienso cumplir con mis obligaciones como empleado de la CCSS en esos tratamientos. Los derechos laborales colectivos pueden arruinar mi empresa, así que al primero que intente hacer un sindicato lo echo por reorganización de personal.
No pago la CCSS, porque solo pago por los servicios que uso. La tierra es de quien la trabaja, así que entraré en precario a ocupar esas fincas ociosas.
La premisa básica es la misma: es válido romper la ley siempre que pueda justificarse según (o ayude a) mis intereses, o, mejor aún, a mis valores o ideales.
Es la acción directa “moralizada”. Violo la ley invocando un principio moralmente superior. El problema es que convivimos con personas con diferentes valores e ideales, sobre la base de los cuales encontrarán motivos para quebrantar otras normas que nosotros sí consideramos valiosas.
Normalmente, los conservadores lo harán en nombre de las tradiciones, las creencias religiosas y valores prepolíticos como el coraje (“no voy a permitir que el Estado me cercene mi derecho a portar armas porque en ello se juega mi derecho a la legítima defensa”, advertía un amigo).
Los progresistas justificarán la violación de la ley en nombre de la libertad o de la igualdad (la “triada” renca de la Revolución francesa cuyo torbellino devoró las tres, empezando por la fraternidad) o, en lenguaje más contemporáneo, en nombre de los derechos humanos.
Unos dirán que en la naturaleza cada manada defiende a muerte sus condiciones de subsistencia, olvidando que pretendemos haber dejado la selva y construido una polis.
Los otros invocarán la desobediencia de gigantes morales como Gandhi o Luther King, olvidando que ambos carecían de derechos políticos, de modo que la ley que los discriminaba estaba blindada contra una intervención reformista de ellos y de los colectivos a los que representaban.
Aunque burlar la ley por un valor supremo pueda verse como un triunfo de la libertad humana y de la capacidad de juicio ético por parte de los sujetos, es el germen de la desconfianza pública y, en última instancia, de la violencia social.
Una ley que solo es respetada por temor al castigo y a la que no me adhiero (esté o no de acuerdo con ella) por espíritu republicano, no cumple su rol fundamental en la sociedad: servir de acuerdo comunitario para la convivencia en paz.
Por eso en la acción directa hay pequeñas victorias tácticas para unos, pero al final todos salimos derrotados. Anhelando un paraíso en el que los otros no existan, avivamos las llamas que junto a ellos nos envuelven.
El autor es abogado.