Según la ONU, la educación es un derecho de las mujeres y los hombres, pues nos proporciona capacidades y conocimientos críticos necesarios para convertirnos en ciudadanos empoderados, capaces de adaptarnos al cambio y contribuir a la sociedad.
Pero docentes de primaria —con quienes tengo cercanía— ven a estudiantes que literalmente llegan a dormir al salón de clase porque han pasado noche y madrugada jugando con su tablet o en Internet, sin un adulto supervisando horas y contenidos.
La exposición los torna disfuncionales. Algunos llegan sin bañar, y exigen que se les dé todo lo que quieren y pretenden pasar de grado sin el mínimo esfuerzo, ya que hasta las tareas terminan haciéndolas los padres, algunos de los cuales de lo único que se preocupan es de que los hijos pasen de un grado a otro, sin entendimiento o compresión de materia alguna, lo que daña las pocas bases que los defenderán en el colegio o la universidad.
No se les ha enseñado que la Internet es herramienta, no sustituto, y solo hacen copy and paste de proyectos, incluso tratan de engañar al profesor de Arte, mostrando una imagen descargada de la web por el desinterés de hacerlo ellos mismos.
No sabe uno hasta dónde la idea pudo ser del padre de familia. Estas situaciones se repiten y acrecientan en la universidad, y no debe ignorarse el problema.
Otro mundo. Mi escuela y colegio fue el Conservatorio de Castella, bajo la dirección de Arnoldo Herrera. Vivimos una época de oro.
Si bien la bohemia se respiraba por los poros, el alumno se veía a sí mismo tratando de dar la talla en las materias académicas en la mañana y las artísticas después del mediodía, para regresar a la casa casi a las cinco de la tarde, jugar, comer, hacer tareas artísticas de la escuela o del colegio, practicar lo de arte, ver televisión con la familia y acostarse temprano.
Nos rendían las horas una barbaridad. Había que rendir, y nos encantaba tener cosas que hacer. Si alguna clase era cancelada, nos dedicábamos a leer libros de tarea, por gusto; los de música practicaban, los de teatro también. Si era la tarde, la clase se corría a ver cuál aula o taller estaba abierto con el fin de aprovechar las horas, y, si no, venía el deporte, pero sin hacer nada... ¡nunca! Agradezco tantísimo no haber tenido un celular en esas épocas. No habría vivido ni departido con mis compañeros.
Como docente universitaria, cambiar a esas generaciones ha sido un reto durísimo. Primero, fui docente de Danza una década. Se hacían exámenes para pasar de nivel y pruebas para medir el rendimiento de los alumnos, y aunque provocaba nervios, les encantaba crear sus propias coreografías, repasar en lo que había duda y trabajar con sus pares en proyectos.
Años después, nuevas generaciones no podían con el estrés de estudiar y hacer tareas. Querían un curso para divertirse, nada que significara dar más tiempo de su hora de clase. Muchos profesores nos vimos obligados a rediseñar métodos y a ser menos ambiciosos con nuestras escuelas. Yo no pude adaptarme del todo. Amo aprender y nunca entendí por qué alguien no ama llevarse algo nuevo para sí cada día.
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Creatividad en dos sentidos. En la universidad trato de que mis alumnos desarrollen amor por el aprendizaje y aprendan a verlo con creatividad, aprendiendo, a su vez, con creatividad.
Los libros aún son herramientas válidas de aprendizaje, una película a la par de una investigación enseña, construir con las manos es una experiencia más enriquecedora que bajar algo de Internet.
Si bien debemos usar la tecnología a favor del aprendizaje, no puedo desvincular el uso de la motora fina y gruesa del desarrollo del intelecto. Nuestros antepasados prehistóricos eran sumamente hábiles con las manos y para sobrevivir a los climas y medios más inhóspitos.
Hoy, sin celular o GPS, nos perdemos en la montaña con facilidad. Hoy, con tanta tecnología, no escriben sin faltas ortográficas, y no pida una gramática rica en figuras literarias porque ni idea tienen de cuáles son.
Les cuesta expresarse oralmente, se inhiben en demasía, porque usualmente tampoco comprenden mucho el tema o sienten que no poseen el vocabulario para expresarlo. Y en cada clase terminan participando unos cuantos; los otros permanecen en silencio.
Se nos ha trasladado a los docentes una carga parental. Que en ocasiones la asumamos no significa que en la casa la desatención deba existir.
Un grupo de adolescentes participó en un festival de danza. Llegaron al teatro solitos, sin nadie más que ellos mismos. Ninguno de sus familiares fue a verlos aquella noche. Bailaron precioso, con una energía que solo su edad se los permite… brillaron.
Al salir del teatro, ni una persona los esperaba. No hubo abrazos, felicitaciones, ni alguien que se preocupara por cómo esa noche podían volver a casa. Los vi irse, abrazados, caminando por el parque España, por el Morazán, hasta perderse por las calles josefinas en lo oscuro de la noche. Solo espero, de todo corazón, que hayan llegado a salvo.
La autora es diseñadora gráfica.