Hace un tiempo, mientras conducía, escuché un pódcast sobre Hungría y la caída del Muro. Me cautivó desde el primer momento porque empezó con una introducción musical de Franz Liszt, Rapsodia húngara n.º 2.
De acuerdo con la autora, la Primera Guerra Mundial puede ser considerada la primera muestra de suicidio colectivo humano, tanto por lo innecesario como porque la razón, el logos, fue desechada por el ego y el innatismo malvado del ser humano en el ideal de Hobbes.
Toma especial relevancia cuando el estatus axiomático, más o menos constante en esa época, era el antropocentrismo, en busca de más desarrollo.
La concupiscencia traída consigo por la Gran Guerra, su retórica armamentista, sin olvidar, por supuesto, catástrofes como el genocidio armenio, ratifica lo expuesto por la autora del pódcast.
Terquedad. Ahora bien, ¿qué es la razón y por qué se habla del suicidio de esta? Más crucial aún, ¿por qué seguimos matando la razón o por qué pende sobre ella, cual espada de Damocles, la posibilidad de acabarla?
En términos simplistas, la razón es la capacidad de pensar y, con base en ello, formarse juicios informados con la cantidad de datos que lleve a un grado de avance imprevisto. Es esa especie de raciocinio que conduce a considerar los pros y los contras y tomar las mejores decisiones.
Haré un paréntesis para explicar por qué utilizo la palabra elegir, y aquí va la primera cuchillada a la razón. Elegir no es un acto sensato en todos los casos, y no es más que decantarse por el mal menor, por lo cual la razón supeditada a esta queda indefensa ante la realidad que tal decisión arrastra.
Un ejemplo sencillo es el ideal romántico, la gran mayoría de arquetipos románticos dependen ineludiblemente de la satisfacción personal, del yo quiero y el yo deseo, que, sin embargo, escapa de su poder al depender estos de otra persona.
Una elección motivada por la razón está supeditada a una aceptación tácita de la otra persona, que, en caso de no darse, produce el rompimiento no solo del eros, sino incluso del storge.
Cuando un hecho semejante ocurre, las personas mantienen el amor idílico y silencioso, no vaya a ser que la realidad de conocer a esa persona rompa los esquemas mentales creados en torno a ella y también el sueño onírico que esa persona representaba en la psique.
Es decir, la razón pide arriesgarse, pero la realidad muestra a una persona humana muy alejada de los ideales creados.
Inherente al ser humano. Dependiente de lo anterior, aparece la segunda cuchillada: la razón es individual, no colectivizamos pensamientos porque prima la individualidad y, más allá, la libertad, palabra que ha causado contradictoriamente cientos de miles de muertos en la historia.
Al ser la libertad y la razón individuales, la línea es tenue al separarla del egoísmo, especie de superyó del que ya hace mucho hablaba Freud.
Egoísmo que no entiende de razones y sí de necesidades, que no son racionalmente construidas y, por ende, irreflexivas. No es de extrañar que en la batalla del ego contra la razón, esta lleve las de perder.
Una tercera puñalada la da el hecho constatado de que el suicidio es un acto mayoritariamente consciente, originado por el contexto.
Durkheim, uno de los primeros estudiosos de la temática, achaca a factores sociales, económicos y religiosos, entre otros, la decisión.
La razón es un simple vaivén en el juego de la vida, subordinada al contexto, a las posibilidades y, a veces, a la fuerza de voluntad.
Por ello, no es de extrañar que el suicidio de la razón que trajo consigo la Primera Guerra Mundial dejara, nada más y nada menos, que alrededor de 20 millones de muertos. Suicidio del cual no hemos aprendido nada. Basta con ver las situaciones en Yemen, Siria y Sudán del Sur.
Basta con analizar que, mientras el desarrollo permite crear y mandar al espacio la nave Crew Dragon, no le es posible evitar la muerte de George Floyd o, en el caso de Europa, donde la organización para la investigación nuclear asegura cuantiosos recursos para crear un colisionador de partículas más potente que el Gran Colisionador de Hadrones, no subsana las necesidades de cientos de miles de migrantes que arriban a sus costas diariamente. Pues sí, el suicidio de la razón es un hecho, y es un hecho de todos los días.
El autor es profesor de Estudios Sociales e investigador de la UNED.