Una tarde de agosto, un grupo pequeño de estudiantes, no recuerdo bien si de segundo o tercer año de Psicología, esperábamos con un poco de ansiedad el ingreso de la profesora.
Con falda larga y un chal, llegó puntual. Teníamos de frente a quien se convertiría en algo más que la encargada de dictar un curso universitario.
Al principio no supe a qué se referían cuando la describían como una mujer excepcional. Mientras colocaba rápidamente sus libros en el escritorio, me preguntaba por qué, cuando alguien mencionaba su nombre en los pasillos de la Facultad, acababa escuchando lo afortunado que era quien la tuviera de profesora.
Con fluidez y naturalidad nos dirigió una cálida sonrisa. Luego, escribió en la pizarra “Alexandra”, nos dirigió una misteriosa mirada de chispeantes ojos azules y empezó la lección.
Al hablar pintó la psicología como una ciencia distinta a la que hasta ahora conocíamos cercana a la magia, y capturó al instante nuestra atención con sus palabras claras y sus gestos teatrales (porque también es una reconocida actriz de teatro).
Logró una conexión con la ciencia de los libros y la experiencia de una manera poco convencional, fuera del molde de lo que debe ser un “profesor universitario”.
Momentos maravillosos. Así, sin escribir mucho en aquel pizarrón, plasmó en nuestras memorias lecciones inolvidables. Yo esperaba con impaciencia el jueves porque cuando se abría la puerta del salón de clase surgía la expectativa de algo maravilloso, y, en efecto, así era.
Se convirtió para mí en una suerte de maga, con el poder de sorprender a sus estudiantes con el ingenio, a veces llenando el salón oscuro con una gran cantidad de velas; en otras ocasiones aprendimos haciendo estatuas humanas, o la lección transcurría escuchando el sonido de nuestras voces cantando disonantes.
Con su guía aprendimos una y mil formas de estudiar psicología, transformando las páginas de los textos en conocimientos vivos.
Tanto en el curso como fuera de él, trabajábamos poniendo el corazón en cada tarea y aprendimos a sensibilizarnos ante el dolor y las necesidades de los demás.
Cuando nos asignaba un proyecto, era nuestro anhelo cumplir con excelencia, no motivados por la obtención de una nota, sino porque nadie se permitiría ser mediocre. Alexandra había logrado sembrar una fuerte convicción en nuestro interior: ¡Nunca debíamos dar menos de lo mejor!
Sus clases fueron también sesiones de fortalecimiento interno, en las cuales cada uno de sus estudiantes trazó proyectos para ser los mejores profesionales posibles, sin olvidar nuestro propio contexto. De alguna manera nos convencía de que teníamos el talento y los recursos necesarios.
Al final del semestre, a la par de la calificación del curso, quisimos hacerle un regalo y entre todos los compañeros compramos uno, pero los obsequiados fuimos nosotros, pues, como de costumbre, hizo algo maravilloso: nos bautizó a cada uno con lo que ella llama “nombre apache”, que consiste en darnos un nombre que nos distingue según las cualidades que el grupo consideraba destacables en nosotros.
Niña Sabia. Echamos en un pequeño canasto nuestras identificaciones para que, en un trocito de cinta adhesiva, alguien escribiera nuestro nombre nuevo y singular.
El mío, por ejemplo, fue Niña Sabia. No tengo que decir cuánto me gustó. De hecho, no lo olvido, y aquella profesora tan importante para mí, tampoco. Me lo demostró años después cuando, ya graduada, me sorprendió escuchar en la calle mi nombre apache junto con un cálido saludo.
Indudablemente, ese curso fue una marca en mi vida profesional porque, de alguna manera, trato de ser un poco como ella sin dejar de ser yo, es decir, pongo mi sello personal en cada cosa que hago. No importa si la tarea es grande o pequeña, me encanta sacar el lado mágico dentro de la rutina.
En mi trabajo diario con niños y adultos, incluso alguna vez cuando he impartido clases universitarias, trato de dejar una huella en ellos, consciente de que, así como una vez influyeron en mí, yo también soy capaz de inspirar a otros.
Mi deseo es que cada persona con la que trabajo se sienta orgullosa de mí, tal como yo me sentí de mi profesora María Alexandra de Simone Castellón. Me habría gustado mucho agradecerle, pero no tenía la madurez en aquel tiempo. Lo hago ahora por medio de este artículo.
La autora es psicóloga.