En los procesos penales contra menores, sobre todo cuando el hecho es grave, casi siempre el acusado proviene de una familia disfuncional. Una familia es disfuncional si faltan comunicación, afecto, actividades compartidas, asunción de responsabilidades y si se pierde el sentido de pertenencia y cohesión, ya sea en un núcleo monoparental, ampliado o tradicional, donde se encuentran ambos padres.
La delincuencia juvenil es multi causal. Por eso importa analizar la incidencia de la familia como factor de predicción de conductas antijurídicas, cuando deja de ser un elemento protector.
La familia es el primer medio de control social. Es allí donde el niño aprende a socializar positivamente. Un fracaso en esa etapa lleva a los problemas sociales que hoy vemos a diario, como el uso de la violencia para resolver conflictos o la inexistencia de valores como la responsabilidad, la solidaridad o el respeto de límites.
En muchos hogares, los niños y adolescentes sufren el acoso de elementos negativos como la drogadicción, la publicidad negativa o la exposición a la pornografía y a la violencia que los avances tecnológicos mal empleados nos han traído. Por otro lado, hay padres y madres de familia desprovistos de herramientas y habilidades para guiarlos correctamente. La comunicación se encuentra ausente y no hay verdadera vida en familia.
Disciplinar a un hijo se ha hecho para muchos padres una tarea imposible. Unos no conocen otro medio salvo la violencia física o psicológica, y otros tratan a su hijos como amigos condescendientes. Se les permite todo sin consecuencia alguna. Así, los primeros aprenden a rebelarse contra las figuras de autoridad por medio de la violencia y a maltratar a los demás sin crear la mínima empatía hacia el dolor ajeno. Los segundos carecen de límites y, por ende, no asumen responsabilidad alguna por sus actos.
Por eso, no es de extrañar que muchos padres vivan en enfrentamiento constante con sus hijos, sintiendo que se les salieron de las manos. Desesperados, algunos acuden a instancias judiciales para tratar de que sus hijos sean disciplinados mediante la coerción de una autoridad jurisdiccional, lo que ha generado un aumento en las denuncias por violencia doméstica contra hijos adolescentes, con la esperanza errada de que la familia se vuelva funcional por orden judicial. Como eso no sucede, ante la mínima infracción, que en condiciones normales podría ser contenida por la familia, se acude a la policía y se pretende que un juez penal juvenil ordene a los jóvenes abandonar la vivienda como medida cautelar.
Esta negatividad en la relaciones familiares tiende a impulsar a los jóvenes a buscar refugio en la calle, muchas veces con la pandilla como grupo de apoyo. En esas circunstancias, las conductas delictivas se desatan con mayor facilidad.
No podemos pasar por alto a los 15.000 niños que año a año nacen de madres adolescentes, la mayoría provenientes de sectores marginados de la sociedad, excluidos de educación y trabajo, así como del apoyo de sus familias. Esas jóvenes terminan expulsadas de su hogar y pasan a ser jefas de familia, engrosando las estadísticas de pobreza extrema de nuestro país.
Dentro de una cultura de supervivencia, una serie de elementos negativos confluyen alrededor de los jóvenes criados en esas circunstancias y pueden impulsarlos a la delincuencia, a veces propiciada por el mismo grupo familiar. Entre esos elementos están la falta de educación, amigos delincuentes, drogadicción, venta de drogas como única opción económica, desocupación y, lo más preocupante, un futuro sin esperanza.
Hoy se busca responsabilizar con mano dura a los menores en conflicto con la ley, sin pensar en la disfuncionalidad de las familias de que provienen.
La corresponsabilidad de la sociedad no es aceptada, por lo que se sigue intentando prevenir la delincuencia solo mediante la punición. O se invierte en la familia para que sea un elemento protector y aliado en la prevención de la delincuencia, o seguirá siendo un factor de riesgo y fomento de conductas antisociales.