LONDRES – El virus del Ébola está golpeando una región de África mucho más grande que cualquiera de las anteriores, y muchos se preguntan si habrá llegado el momento de empezar a administrar drogas y vacunas todavía no probadas. Puesto que la enfermedad puede matar hasta a un 90% de los afectados (una tasa de mortalidad que excede a la peste bubónica), no parece que relajar las normas clínicas en este caso suponga un riesgo. Sin embargo, la propuesta trae aparejadas difíciles cuestiones éticas, y la urgencia de la situación no nos deja mucho tiempo para deliberaciones.
Una de las razones por las que no hay curas o vacunas probadas para la fiebre hemorrágica del ébola es el carácter escurridizo de estas enfermedades, transmitidas al hombre desde poblaciones animales que sirven al patógeno como reservorios donde puede desarrollarse y mutar. Esto dificulta a los investigadores seguir el ritmo a la aparición de nuevas variedades del virus.
Pero otra razón es que la producción de vacunas cada vez interesa menos a las empresas farmacéuticas. Actualmente, solo cuatro empresas se dedican a la producción, en vez de las 26 que había 50 años atrás. Esas empresas saben que el retorno de la inversión será relativamente pequeño, dada la lentitud de los procesos de fabricación, que demora la disponibilidad de los productos (aunque hay nuevos métodos más veloces que ofrecen esperanzas de cambio).
Esta pérdida de interés también se debe en gran medida a la desconfianza de la gente. A finales de los noventa hubo un resurgir del movimiento antivacunas, que se manifestó en un rechazo a las vacunas contra el sarampión, las paperas y la rubéola. Incluso con una vacuna tan probada como la de la viruela, una encuesta realizada en el 2004 por la Academia de Medicina de Nueva York contó dos veces más personas preocupadas por los efectos secundarios de la vacuna que por la enfermedad misma.
La comparativa docilidad de algunas enfermedades infecciosas como la viruela contribuyó a cierto grado de displicencia respecto de la magnitud de los riesgos implícitos en el rechazo a la vacunación. Pero, cuando estalla una epidemia real, la gente cambia de opinión enseguida y exige que se produzcan y distribuyan vacunas en poco tiempo. Estas demandas probablemente son saludables, pero están reñidas con la realidad.
Hace poco, la empresa farmacéutica británica GlaxoSmithKline anunció que, junto con el Instituto Nacional de Alergia y Enfermedades Infecciosas de Estados Unidos, está desarrollando una vacuna experimental contra el virus del Ébola. Sin embargo, apenas comenzó con la fase I de ensayos clínicos para determinar su toxicidad. Después se necesitan dos etapas más, de modo que la vacuna no estaría lista para su lanzamiento antes del 2015.
La duración del proceso de ensayo generó críticas a lo que se ve como un exceso de burocracia. Estas críticas son infundadas, ya que los fármacos en estudio también pueden causar enfermedades graves e, incluso, la muerte. De hecho, los ensayos de fase I (también llamados “primeros estudios en humanos”) son extremadamente riesgosos y entrañan serias complicaciones éticas, por lo que exigen el mayor de los cuidados.
En el 2006, un ensayo en fase I del fármaco TGN1412 tuvo que suspenderse cuando voluntarios anteriormente sanos desarrollaron fallas orgánicas múltiples (algunos estuvieron a punto de morir). Trevor Smart, farmacólogo del University College de Londres, cree que es posible que nunca se recuperen del todo.
Y ¿si una población ya está enferma? En 1996, durante una gran epidemia de meningitis en el norte de Nigeria, la farmacéutica Pfizer entregó a los médicos muestras de un antibiótico de administración oral llamado Trovan, objeto de un ensayo comparativo respecto de otra droga, la ceftriaxona.
Durante el ensayo con Trovan, 11 niños murieron y otros quedaron permanentemente discapacitados. Pero la tasa de mortalidad dentro del ensayo con Trovan fue mucho menor que con la meningitis no tratada, lo que sirve de apoyo a la idea de administrar drogas no probadas contra el ébola.
De hecho, la Organización Mundial de la Salud ya declaró éticamente aceptable el uso del suero experimental ZMapp (una mezcla de anticuerpos modificados genéticamente para que ayuden a los pacientes a combatir la enfermedad). El suero ZMapp nunca llegó a la fase de ensayos en humanos y todavía no está autorizado por la Administración de Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos.
El caso es que hay unas pocas dosis de ZMapp, y producir incluso un stock modesto llevará meses. Esto plantea otro dilema ético: ¿quién debe recibir un recurso tan escaso?
Las primeras tres dosis de ZMapp se administraron a los médicos misioneros estadounidenses Kent Brantly y Nancy Whitebol, que se recuperaron, y al sacerdote español Miguel Pajares, que murió. Como la elección de Brantly y Whitebol fue muy criticada, se adujo una justificación práctica: tratar primero a los trabajadores de la salud es razonable, porque así podrán seguir ayudando a otros. Pero ese argumento no era completamente aplicable a Pajares, quien tenía 75 años.
La credibilidad de los criterios prácticos de elección se recuperó en parte con la decisión de suministrar otras dosis a tres médicos africanos. En cualquier caso, el stock disponible de ZMapp ya se agotó.
Es importante señalar que incluso argumentos pragmáticos sobre el racionamiento de recursos médicos escasos pueden suscitar grandes polémicas. Durante la Segunda Guerra Mundial, los médicos militares se vieron obligados a racionar las dosis de penicilina y decidieron priorizar el tratamiento de hombres que solo tenían enfermedades de transmisión sexual y podían regresar al campo de batalla antes. Pero muchos argumentaron que los soldados heridos en combate eran más merecedores de recibir esas dosis.
Aplicando estas consideraciones morales a la asignación de tratamientos para el ébola, podría decirse que hay que dar prioridad a los africanos sobre los occidentales, ya que los sistemas sanitarios de África están menos preparados para combatir la enfermedad. Pero también se podría decir que hay que priorizar a los trabajadores sanitarios occidentales, porque se expusieron voluntariamente a la enfermedad para ayudar a otros que no tenían elección.
Unos y otros argumentos hacen casi imposible llegar a un acuerdo. Para peor, basar el racionamiento de tratamientos en criterios sociales, en vez de médicos, nos lleva por una pendiente resbaladiza. Basta pensar en el tristemente célebre “Comité de Dios” de Seattle, que a principios de los sesenta asignaba los (entonces escasos) tratamientos de diálisis renal basándose en criterios como los ingresos, la participación en la iglesia e, incluso, la pertenencia de los receptores a los scouts .
Desde entonces, el uso de criterios sociales para la asignación de tratamientos ha tenido una (merecida) mala reputación.
Donna Dickenson es profesora emérita de Ética Médica en la Universidad de Londres y autora de Me Medicine vs. We Medicine (La medicina del yo contra la del nosotros). © Project Syndicate.