La corrupción es una enfermedad que carcome al país y que se extiende y justifica por inocencia, autoengaño, irresponsabilidad o complicidad. No hay poder de la República que se exima de ella y no hay casi sector de la economía donde no esté presente, compitiendo con el narcotráfico y el propio poder de Estado por la conducción del país. Obras públicas y transportes son un buen ejemplo.
Nadie está exento de responsabilidad y es una desdicha que esa vaya a ser el legado de mi generación. Más pena siento cuando veo que ha sido ella la que la convirtió en parte de la identidad nacional, peor aún, que la disfruta ya casi sin vergüenza alguna; aún más, para morirme en la agonía del país del qué me importa a mí, invisibilizada para las altas autoridades de los propios poderes de la República y allende a ellos.
Hay en todo eso una especie de desgracia hegeliana nacional como si una cosa condujera a la otra, que se origina seguramente a finales de los ochenta, cuando, en busca de una alternativa al agotamiento del viejo modelo intervencionista, se inicia el período de la llamada “reforma del Estado”, no la necesaria, sino la que terminó imponiéndose, la de los partidos tradicionales, la del “Estado neoliberal”, el del saqueo, el de la alianza entre los controles laxos, las ventajas corporativistas y el poder político.
Grupos privilegiados. Además, a este período también le corresponde la consolidación de un grupo que alguna vez yo mismo llamé “lumpemburocracia principesca”. Se trata de intermediarios que garantizan la relación entre política y grupos privilegiados, a costa de recursos públicos, obteniendo una serie de ventajas derivadas de su dominación burocrática operativa, que amplía, en muchos casos, a relaciones de familia, llegando a crear las condiciones para obtener sus propias rentas, a veces en nombre de la solidaridad, desde donde cimienta su ascenso y prestigio social y su círculo de influencia.
Por eso la lucha contra la corrupción no es solo asunto de legalidad, porque ella misma es incapaz de frenar el asalto de los recursos, de las instituciones y el secuestro de las políticas públicas. Tampoco se trata de grandes escándalos, que los ha habido, que no han servido de nada salvo para condenar previamente a algunos o para liberar posteriormente a otros.
Por lo tanto, para quien conduce el país, es más como abrir los ojos y actitud es lo que hace falta, hormonas, estar a la altura de las circunstancias casi violentándose a sí mismo, alejándose de su propia casuística, recluido y preocupado por agendas de otros y pocos, con sus propios lumpemburoalacranes aferrados, sin saberlo con su propia casa tomada, perdiendo de vista lo fundamental, sumido en una candidez que casi avergüenza también, que no cualquiera ocupa semejante cargo.
En realidad, la ausencia de escándalos de corrupción es la sombra en la caverna de Platón. Para un académico esa imagen debiera ser suficiente argumento o, si no, como diría el sentido común, al buen entendedor pocas palabras: tan tradicional como siempre, el país apesta, con el debido respeto, frente a sus propias narices.
El autor es filósofo.