Cincuenta y siete diputados y nueve partidos. Tal es nuestra cartografía legislativa. De ello colijo las siguientes hipótesis.
I- Los costarricenses le temen a la concentración excesiva del poder. Es una aprensión instintiva, primal y, a fe mía, bien fundada.
II- Los costarricenses quieren que sus legisladores dialoguen. Demandan pactos, convenios, una aproximación a la verdad que provenga de diversos ángulos, y con ello tenga menos posibilidades de ser errónea (el perspectivismo de Ortega y Gasset). No caer en esencialismos y permitir que nueve diferentes circunstancias –instancias de visión– permitan construir un panorama nacional multiperspectivista. Que nadie tenga “el punto de vista del rey” (Bachelard) y la realidad sea colectivamente formulada.
III- Los costarricenses quieren una asamblea “a la carta”. El eclecticismo posmoderno ha llegado a nuestra política. Si en Las Vegas podemos ver una esfinge egipcia al lado de la torre Eiffel y de la estatua de La Libertad; si en materia religiosa, cualquiera puede hoy confeccionarse una fe sincrética, con una taza de catolicismo, dos cucharadas de budismo, una onza de protestantismo luterano y tres gotitas de viejos cultos paganos for extra flavor, ¡pues hagamos otro tanto con nuestra Asamblea! ¡Que todo el mundo encuentre en ella su pizquita de verdad! Marxismo refrito y juramentado en el sacramento de la lealtad chavista, liberalismo paranoide de ese que alza escudos guerreros tan pronto el Estado amaga limitar la libertad de la economía de mercado, una socialdemocracia cada vez más disfuncional, obesa y burocratizada… Una cornucopia política, una verdadera piñata.
IV- Los costarricenses no quieren que nadie se quede sin siquiera una migajita del queque. El atávico “pobrecitismo”, mal endémico de nuestra cultura, hará que sintamos piedad por aquellos candidatos que no obtendrían más que los sufragios de su entorno doméstico si no votásemos por ellos. Pagaremos un precio histórico muy alto por nuestra misericordia con los liliputs políticos.
V- Los costarricenses fragmentan su voto porque, en el fondo, están perfectamente satisfechos con el statu quo. El conformismo es nuestra segunda religión oficial.
¿Cambios? ¡Nadie quiere cambios, aun cuando no cesemos de usar la palabreja en cuestión como grito guerrero! ¿No tenemos acaso al portero del Real Madrid? ¿No vamos a clasificarnos caminando al Mundial Rusia 2018? ¿No sigue la Virgen de los Ángeles velando por todos nosotros desde la mayestática pureza de su nicho dorado? ¿Será acaso suspendido el campeonato nacional de fútbol? ¿Prohibirán las birras, los chifrijos, el gallo pinto? ¿Por qué, entonces, liderar una insurrección masiva? ¿Para qué un cambio, si desde Lampedusa sabemos que “todo debe cambiar para que todo siga igual”? Los costarricenses no ignoran que el maderamen del buque está fracturado: los torpedos se han incrustado bajo la línea de flotación, el navío hace más agua de la que las bombas pueden extraer, no hay suficientes botes salvavidas y no se detecta barco en mil millas a la redonda.
¡Pero nosotros tenemos antídotos psíquicos contra estos inocuos inconvenientes! ¡La parranda, la chota, el vacilón, el guaro –¡nuestras canciones típicas establecen la superioridad ontológica de “un trago” sobre “una mujer”!–, y de un tiempo acá, contamos también con una surtida farmacopea de “hierbas medicinales” que podrán cumplir con su función anestésica, si la conciencia política nos provocara algún inopinado espasmo!
VI- Los costarricenses saben que una asamblea políticamente atomizada no podrá jamás sacar adelante ningún proyecto de hondo calado. ¿Por qué, entonces, fragmentan el voto? Pues porque en una sociedad que se ha convertido toda ella en espectáculo, en pasarela, en vitrina, en escenario, resulta infinitamente más divertido ver a cincuenta y siete viejos y viejas peleando, que el sopor de una asamblea excesivamente armónica.
Los “padres de la patria” son percibidos –algunos lo saben, otros no– como vedetes mediáticas, faranduleros de televisión barata, cómicos malgré eux. También ellos son animadores de “la sociedad del espectáculo” (Guy Debord).
VII- Los costarricenses mandan a sus legisladores con las manos atadas, incapaces de lograr nada que se asemeje a un consenso, porque en el fondo le temen al cambio. Quieren una Asamblea inoperante. Disfrutamos del inmovilismo. Somos “el país más feliz del mundo”. ¿Por qué, entonces, habríamos de cambiar nada? ¡Ya somos residentes debidamente acreditados de la Utopía de Moro, la Arcadia de Cervantes, el Shangri-La de Hilton, el Xanadú de Kublai Kan, la Disneylandia del buen tío Walt!
VIII- Los costarricenses pulverizan su Asamblea por una razón que no oculta segunda intención alguna. Sucede, simplemente, que son políticamente ignorantes, no comprenden cómo funciona un régimen legislativo, lo que es más: muchos ni siquiera saben dónde queda la Asamblea Legislativa, como desconocen, también, donde queda el Teatro Nacional o el Museo del Jade.
Para estos costarricenses, decir “Asamblea Legislativa” es como decir “conciliábulo de hierofantes abocados al culto secreto de Astaroth”. Uno de los errores más graves de nuestros diputados es el no haber cultivado una actitud de mayor pedagogismo con el pueblo. Como andan las cosas, ni las escuelas ni los colegios subsanarán este problema. ¡Pues que la Asamblea promueva algún programa que la saque del oscurantismo y el hermetismo al que los costarricenses la creen confinada!
IX- Una parte torva y demencial del costarricense quiere que su país no funcione. Ese Mr. Hyde político conspirará siempre contra el Dr. Jekyll que habla desde la lucidez de la conciencia ciudadana. Aterrador como es, este supuesto debe ser considerado: es perfectamente posible que queramos fracasar. Tan simple y tan complejo como eso.
X- El costarricense medio vive instalado en una zona de confort que no está dispuesto a modificar. Sabe que es mediocre, sabe que es conformista, sabe que es gris y anodino, pero in fine, la pasa bien, la “lleva suave”, “se la tira rico”, y jamás apoyará un régimen que demande de él excelencia.
XI- En una democracia representativa, la Asamblea es, en teoría, aquella instancia por medio de la cual los ciudadanos se autolegislan. Si los costarricenses persisten en elegir Asambleas inoperantes, ello ha de ser porque no quieren ser legislados.
Habría que examinar si no hay en esta actitud un coeficiente de anarquía o –peor aún, de acracia– que no ha sido propiamente estudiado al día de hoy.
No suscribo a ninguna de estas hipótesis de manera exclusiva. Tampoco me desdigo de ninguna. En todas ellas veo algo de plausibilidad. La verdad debe andar, como suele hacerlo, entre los intersticios de las palabras.
El autor es pianista y escritor.