El Colegio de Abogados estableció que de ahora en adelante, para incorporarse al Colegio y ejercer la profesión, los egresados de la carrera de Derecho deberán aprobar un examen de excelencia académica.
Aplaudo la iniciativa del Colegio pues, ante la mediocridad imperante, ha decidido romper la zona de confort en la que de manera generalizada operan las veintinueve escuelas y facultades que hoy imparten esta carrera en el país.
La situación actual es crítica. El Estado no ha cumplido su obligación de fiscalizar y controlar la calidad de la enseñanza; existe total conformismo en las universidades y en los profesores respecto a los planes de estudio de siempre y a las metodologías de enseñanza centrada en la clase magistral. Más allá de todo lo anterior y ante la iniciativa del Colegio de Abogados, me parece de justicia elemental escuchar la voz del estudiante.
Ellos reclaman, entre muchas demandas, que de repente, sin previo aviso y ninguna oportunidad de prepararse, tienen que someterse a un examen para el cual no se les ha capacitado a lo largo de los cuatro o cinco años que dura la carrera.
Expresan que, aunque no renuncian a la determinación de ser arquitectos de su propio aprendizaje ni a la búsqueda de la excelencia, ellos no son los responsables de la mediocridad que impera en las universidades, ni de los programas de estudio obsoletos y, menos aún, de la incompetencia de los profesores.
Temen, con justificada razón, tener que hacer un examen elaborado por una institución –el Colegio de Abogados– que no conoce de enseñanza, ni de planes de estudio, ni de sistemas de evaluación.
Influencia. Por otra parte, desde mi perspectiva, me preocupa la gran influencia que, por la vía de este examen, ejercerá el Colegio de Abogados en la definición de los contenidos que se enseñarían en las universidades. Es de pensar que la atención del Colegio se centrará en el desempeño profesional, criterios de empleabilidad y en las necesidades que dicta el libre mercado.
Frente a lo anterior, no hay que ser un sabio para concluir que las universidades, con tal de que sus estudiantes aprueben el citado examen, modificarán sus programas de estudio o darán mucha más importancia a las materias que evaluará el Colegio. De esta forma, se afectará gravemente la formación integral y humanista del estudiante que lo capacitará no solo para ser un buen profesional, sino también una buena persona en la vida y un buen ciudadano ante la sociedad y el Estado.
Desde esta concepción humanista de la enseñanza del derecho –y de todas las carreras– el Colegio de Abogados debería tener muy claro, como diría Rodrigo Facio, que la grandeza y vitalidad de la universidad estriba en que lo material tiene el tamaño, responde y se ajusta a los requerimientos del espíritu humano. “Y que todo: muros y planes de estudio, piedras y métodos de investigación, deben estar inspirados por las urgencias del espíritu y puestos al servicio de la persona humana (sic)”, por la pura y simple razón de que la persona, sin ningún criterio diferenciador, por el solo hecho de serlo, siempre debe ser lo primero.
Si partimos de esta visión antropocéntrica, sin reducir la enseñanza y aprendizaje del derecho al pragmatismo neoliberal que reduce la universidad al entrenamiento de algunas prácticas y no a la formación integral de las personas, debemos aceptar con agrado, cautela y control la idea del examen propuesto por el Colegio de Abogados.
Ese examen debe propiciar no solo la adecuada enseñanza de la disciplina, sino también la formación de buenos profesionales y personas, capaces de pensar críticamente la realidad política, económica, social y cultural en la que vivimos.
En fin, con estas observaciones, aplaudo la iniciativa del Colegio de Abogados, porque convoca y compromete a todos quienes estamos involucrados en la búsqueda de la excelencia en el proceso de la enseñanza y aprendizaje del derecho. Lo hago como padre de familia y profesor.
La formación y capacitación de nuestros hijos y alumnos debe estar entre las principales prioridades, dada la magnitud de los problemas que presenta el mundo actual.
Pero al mismo tiempo, como abogado ex officio de los estudiantes, hago un llamado para que se introduzca ese examen con algún criterio de gradualidad, para que los estudiantes que están a punto de graduarse –sin duda las principales víctimas de la mediocridad que se quiere combatir– tengan alguna oportunidad de ejercer la carrera.
Caso contrario, nos encontraríamos con la triste historia de cientos de graduados que después de haber estudiado cuatro o cinco años no podrían ejercer porque la universidad a la que le confiaron su formación y capacitación no hizo bien su tarea. Este resultado devendría en una gran injusticia con quienes resultan ser las principales víctimas de la mediocridad que hoy impera en el proceso de la enseñanza-aprendizaje del derecho. De ahí la necesidad de graduar y dimensionar la fecha de entrada en vigor y la dificultad de ese examen en un plazo de dos o tres años.
Alex Solís Fallas es abogado