La humillación que nos causó la violación del territorio nacional por Ortega en Calero ha sido dura de tragar, pero quizá peor ha sido la respuesta blandengue de nuestro país ante esa agresión.
En un reciente artículo, la señora presidenta, Laura Chinchilla, correctamente declaró que “lo más sagrado que posee una nación (es) su soberanía y su derecho a ser respetada”.
El problema es que el respeto es un logro. No lo otorga la “comunidad internacional”. Ser digno de respeto es algo que se gana. No se mendiga andando por todo el mundo buscando “conmover” a otras naciones.
La respuesta de Costa Rica ante la agresión desnudó una debilidad paralizante de nuestro pueblo. El problema está en el costarricense. No se trata de si es valiente o no. Mi impresión es que la guerra civil del 48 nos deformó anímicamente. No era para menos. Fue mucho el sufrimiento que causó la muerte de tantos costarricenses. Buscamos, entonces, refugio en mitos para que jamás se repitiera el 48.
El primer y más dañino mito es que la “comunidad internacional” vino a nuestro auxilio en diciembre del 48 y en el 55. Pero pocos costarricenses conocen la realidad del papel protagónico y decisivo que jugó un gran norteamericano en esos tiempos en la historia de nuestro país..
Adolf Berle fue un niño prodigio. Entró a la Universidad de Harvard a los 14 años de edad y a los 21 se graduó allí como abogado. Cuando Franklin D. Roosevelt ascendió a la presidencia de Estados Unidos en 1932, Berle fue un miembro del poderoso “Brain Trust”, que fue el poder detrás del trono de la administración Roosvelt. Berle ideó la política de la “buena vecindad” ( Good Neighbor Policy ) de Roosevelt hacia los países latinoamericanos. Fue también secretario de Estado adjunto para América Latina y en la administración de John F. Kennedy impulsó la Alianza para el Progreso.
La importancia que tiene destacar a Adolf Berle es que fue amigo cercano de don Pepe. Tuve el privilegio de conocerlo en La Lucha y el impacto que tuvo en mí a los 18 años de edad fue muy grande. Además, me recomendó al Comité de Admisiones de Harvard College. Por casualidad, conocí allí y me hice amigo de Peter, su hijo, que me informaba de lo que su padre, inmensamente influyente, estaba haciendo para ayudar a la democrática Costa Rica y a don Pepe en medio de un mar de dictaduras que lo querían derrocar y matar, como trató Trujillo, específicamente.
Junto con otros compañeros, que incluyó a mi amigo John D. Rockefeller IV, actualmente senador de Virginia Occidental, enviamos una carta dirigida al presidente Eisenhower solicitando apoyo para el Gobierno costarricense.
Don Adolf le pidió al poderoso senador de Illinois, Paul Douglas, compañero suyo en Harvard, que ayudara a Costa Rica. Este se encargó de coordinar esos esfuerzos prácticos y políticos, casi todos encubiertos.
La “comunidad internacional” fue una mera fachada. La OEA no tenía aviones ni pilotos. Sirvió como un “frente” necesario para que Estados Unidos pudiera utilizarla para prestar su ayuda a Costa Rica. Probó ser una ayuda decisiva.
El segundo mito es que la violencia se puede manejar bien sin la fuerza. Pero hemos ido más allá. Desnaturalizamos la palabra “paz” para que signifique “indefensión”; la palabra “defensa”, para que signifique “rendición”, y la palabra “fuerza” para que signifique “barbarie”. Nos hicimos fácil presa de maleantes como Ortega.
Si Ortega va a ser otra vez presidente, tenemos que aceptar la realidad. Ojalá cuanto antes. Hay que enfrentarse al mundo como es. En su aceptación del Premio Nobel de la Paz, Barack Obama dejó claro que “un movimiento no violento no habría podido detener los ejércitos de Hitler” y “las negociaciones no van a convencer a los líderes de al-Qaeda a deponer sus armas”. Me temo que esto se aplica también a Ortega.
Por décadas he venido abogando por la tesis de que la fuerza, como instrumento de disuasión, es necesaria en un mundo violento. Creo que la historia demuestra que la soberanía no existe sin un Gobierno que tenga la fuerza de hacerla valer.