Intensas negociaciones, dieciocho días de bloqueos en todo el país. Una gran marcha que rodeaba la Casa Presidencial. Amenaza potencial de asalto a la sede del Poder Ejecutivo.
Las derechas insatisfechas ponían en peligro la continuidad del gobierno y denunciaban falta de autoridad. Nos podíamos caer por la izquierda o por la derecha.
Por primera vez desde la fundación de la Segunda República, el orden constitucional se tambaleaba seriamente como fruto de la movilización en las calles. Años después, nos enteraríamos de que algunos de nuestros adversarios habían planeado hasta dinamitar puentes.
Reunidos en célula de crisis se acordó que el presidente debía abandonar el lugar para evitar exponerlo.
Nos sentíamos débiles, la noche anterior la Policía tuvo que disparar en Pérez Zeledón ante la falta de gases lacrimógenos.
Esa misma mañana se envió a alguien a Honduras y Panamá para traer gases y equipo policial contra disturbios. Todo llegó a tiempo, diez minutos antes de la manifestación frente a la Casa Presidencial.
Las bases de apoyo social eran débiles, muchos empresarios se resistieron a darnos soporte y algunos periodistas no dejaban de criticar los proyectos de apertura que en los años siguientes tendrían que asumir como parte de su agenda.
La amplia mesa del Ministerio de la Presidencia, solo con café frío y agua. Todo el personal había sido autorizado a partir.
Nos quedamos ocho que teníamos la convicción de que, aunque simbólicamente, debíamos defender nuestro lugar de trabajo y nuestro proyecto político. En la calle vociferaba un diputado que denunciaba el neoliberalismo y el entreguismo.
Llegó el momento de la partida del presidente, nos fuimos al patio trasero, rodeados de cientos de policías armados, prestos a defender la casa de gobierno.
La tensión y el temor no podían estar más en alto. Sin embargo, el presidente, antes de abordar el helicóptero se dirigió a los policías y les expresó: “Estamos en una situación difícil, ustedes deben hacer cumplir la ley, pero tengo que recordarles que los de afuera son tan costarricenses como ustedes”.
Se me congeló el alma, pues entendí la gravedad del asunto. Dicho esto, el presidente se hincó y dijo: “Ahora sí, recemos juntos el padrenuestro para que Dios nos proteja a todos, a los de aquí y a los de afuera”. Los policías dejaron sus armas y rezaron, luego el presidente partió. El recurso de la fe me estremeció.
Desenlace. Los que quedamos volvimos a la mesa grande del Ministerio de la Presidencia esperando un asalto que no llegó. La manifestación se disolvió en medio de retórica estridente y, días después, el gobierno tuvo que capitular en las oficinas del Tribunal Supremo de Elecciones.
Grandes ministros y exministros se rindieron ante una menudita estudiante de sicología que llevó la voz cantante aquella noche.
A la mañana siguiente, previo a una reunión de presidentes centroamericanos, tuvimos un encuentro en el hotel Intercontinental, los miembros del consejo de asesores presidenciales, algunos ministros y las vicepresidentas.
El presidente estaba insatisfecho con la rendición, el aire era tan denso que se podía tocar con los dedos. Se sentía traicionado y quería seguir adelante.
El riesgo era la guerra civil y así se lo hicimos ver asesores, ministros y su propio hermano. Pero la intervención decisiva vino del más político de los presentes. Diputado varias veces, exministro de la presidencia, astuto e inteligente, con gran realismo político apeló a la emoción y a la inteligencia, dirigiéndose a su amigo presidente: “Somos amigos desde la escuela, presidente, y no quiero ver que usted se manche las manos con sangre de costarricenses”. El mandatario, reflexivo y racional, aceptó los consejos y dio marcha atrás.
La advertencia fue suficiente para lograr el retroceso y acabó ahí una fase de la oposición extraparlamentaria, iniciada con la marcha de maestros de 1995, pero que continuaría por varios años más, liderada por la doctrina de la democracia de la calle, donde el reino de los impulsos es el que manda, bajo la conducción de líderes que designan arbitrariamente a los patriotas y a los antipatriotas.
La pasión desbordada sustituye a la razón; la deliberación se hace imposible ante la necesidad de perderse en la multitud, huyendo de la libertad y la responsabilidad.
La libertad de expresión y de petición son manifestaciones de la democracia, pero cuando se diviniza la manifestación callejera, el resultado es el autoritarismo y la manipulación. De la turba desbocada y sus falsos profetas siempre han surgido las dictaduras.
Constantino Urcuyo es politólogo.