Si María, Juan y Pedro constituyen una sociedad y todos prefieren el café al té, el bien común (o interés público) tiene que coincidir con esa preferencia. El “interés público”, estipula el artículo 113 de la Ley General de la Administración Pública, “será considerado como la expresión de los intereses individuales coincidentes de los administrados”. Mejor definición no podríamos encontrar.
Decidí hacer esta observación porque noto que en la mente de muchos moralizadores pareciera imperar la idea de que una cosa es el interés individual (al que suelen catalogar de egoísta) y otra, el interés público (el altruista). Falso. Si a la sociedad de María, Juan y Pedro alguien, desde afuera, impusiera como bien común su preferencia por la jamaica, estaría actuando como dictador. Se está ante una dictadura cuando la preferencia social no coincide con la de la gente, sino con la de una persona, con independencia de lo que piensen los demás. Una sociedad como esta no difiere mucho de la relación que mantiene un pastor (que da las órdenes) con sus ovejas (que pacientemente han de acatarlas).
El esquema que mejor resguarda el interés común es el de mercado, ya que es el que contiene los mejores incentivos para satisfacer a todos o, al menos, a casi todos. Por ejemplo, lo normal en una sociedad es que unos prefieran camisas blancas sobre las azules (o a la inversa), o enaguas largas sobre las minifaldas (o al contrario). Y los empresarios que actúan en el mercado, en busca del máximo de utilidades, se las agencian para producir no solo un tipo de camisas y enaguas, como otrora en la China de Mao, sino toda la variedad que la gente quiera.
Opera, en el esquema de competencia, una “mano invisible” que transmuta el interés de los empresarios en un bien social que no era parte de sus intenciones, pero que promueven como si de hecho se lo propusieran.
El interés mío, el interés suyo y el interés público son, a fin de cuentas, lo mismo.