Primera semana de setiembre de 1969. Yo me había ido a cursar estudios de posgrado a la Universidad de California, en Berkeley. Solo me acompañó una valija casi vacía porque entonces llevar a los Estados Unidos ropa y otras cosas necesarias para la vida (en una época de proteccionismo en Centroamérica, donde todo lo importado era carísimo) era como llevar pejibayes a Tucurrique.
Pero me aseguré de incluir en ella un elegante traje de casimir oscuro, cruzado, que recién me había confeccionado a la medida la famosa sastrería Willy, en San José, y que era ideal para celebrar momentos cruciales del ciclo de vida de las personas: bautizo, matrimonio y entierro.
Comencé a hacer lo que consideré debía hacer en materia académica; también lo que era importante en la vida extracurricular. Fui, por ejemplo, al coliseo de Oakland, al sur de Berkeley, a un concierto de un grupo entonces famoso llamado Herb Alpert & The Tijuana Brass, que con trompetas y marimba tocaba música con refinado estilo mariachi (en Costa Rica la orquesta Solón Sirias y la Tinaja Brass, que solía presentarse en La Galera, camino a Tres Ríos, lo imitó a la perfección).
Noté que la gente iba muy bien vestida; al menos más formalmente que como fui yo. Y me propuse: la próxima vez me verán hacerlo con el traje oscuro de la sastrería Willy, con camisa de rayas de débiles colores naranja y gris, de cuello y puños franceses, mancuernillas doradas con óvalo incrustado de lapislázuli, corbata ancha de arabescos y colonia Jade East, entonces (creía yo) de moda.
Otra experiencia. Al salir del concierto vi un anuncio que decía: November 9th--The Rolling Stones. A eso de las 8 de la mañana del día siguiente, me fui apresurado a una agencia de tiquetes (creo que se llamaba Ticketron) y compré –al precio de $7,50– una entrada.
Se acercó el día. La radio, en particular una emisora del área llamada KFRC, solo transmitía música de los Stones, quienes –además de Oakland– darían un concierto gratuito en un potrero de un lugar despoblado llamado Altamont, al este de San Francisco. También llegó el día de ir catrineado al concierto en Oakland, en el que actuaban, como anti pasti, los grupos Ike & Tina Turner y Jefferson Airplane, con su cantante estrella Grace Slick (¿se acuerdan: Somebody to love y White rabbit ?).
Al llegar al sitio noté que algo no empataba. Mi vestimenta contrastaba de manera significativa con la de los hippies y hare krishnas, quienes, quemando incienso de fuertes olores, cantando mantras y fumando unos extraños cigarros de producción casera, poblaron el Coliseo de Oakland. Mi colonia tampoco coincidía con el perfume pachulí de ellos. Pero no había tiempo ya de ajustarme al medio.
Ingresé al Coliseo y una pieza musical ( She came in through the bathroom window ) del más reciente álbum (Abbey Road) de Los Beatles sonaba por todo el sitio. Aparecieron Ike y Tina Turner. También Jefferson Airplane (que años después cambiaría su nombre a Jefferson Starship).
Luego, las luces del coliseo se apagaron por unos segundos, e interpretando Jumping Jack Flash, los Stones, guiados por Mick Jagger, aparecieron en el escenario que poco a poco volvía a iluminarse. Su repertorio hizo lucir como de aprendices al de quienes les precedieron. Súper. Inolvidable. Todo a un costo de $7,50.
Por las nubes. Agosto 2016. Anuncian los medios que en California, esta vez en Coachella Valley, los Rolling Stones y otros legendarios del rock (Paul McCartney, Bob Dylan) darán un concierto de tres días en el mes de octubre. Indican el día y la hora en que se pondrán a la venta las entradas. Mi esposa e hijos, que tenían programado ir a California a visitar a su madre y abuela (y a otros miembros de la familia), ingresaron al sitio web que vendía los tiquetes.
Con prontitud lo hicieron, pero sin la debida suerte, pues en un par de minutos los tiquetes se habían agotado y su precio en reventa estaba por las nubes.
Entonces pienso yo: ¿Cómo es que los Rolling Stones, que en 1964 iniciaron actividad musical como un grupo de chavalos malos, que fueron parte de lo que se denominó “The British Invasion a los Estados Unidos”, siguen en el año 2016 atrayendo audiencia con el mismo, quizá más, entusiasmo que antes? ¿Cómo es que son capaces de operar con lo que los contadores llamarían “depreciación negativa” y Carlos Marx, “plusvalía”; es decir, que cada vez valen más o, al menos, cobran más por aparecer en escenarios?
“¡Elemental, mi querido Watson, elemental!”, contestaría Sherlock Holmes: ¡oferta y demanda!”.
El autor es economista.