Hasta ese momento, la gira había sido todo un éxito. Desde el norte de Italia, combinando automóvil y ferry, habíamos recorrido la bellísima isla de Córcega, la histórica y arqueológicamente rica Cerdeña (en esta isla italiana se han encontrado huellas de presencia humana que datan de 500 mil años antes de Cristo) y la siempre espléndida Sicilia.
Todo el trayecto de tres semanas lo habíamos hecho bajo un cielo azul intenso con una temperatura entre cálida y fresca, algo inusual por cierto en época otoñal, aun para Europa meridional.
Al aproximarnos a Catania, en la costa oriental de Sicilia frente a una hermosa bahía, pudimos observar el volcán Etna en todo su impresionante esplendor, con su cumbre cubierta por las primeras nieves otoñales. Empezaba la tarde y parte de la ciudad lucía a distancia como iluminada por potentes reflectores. Eran los rayos del sol que la bañaban oblicuamente.
Al entrar a la ciudad nos dirigimos directamente a los muelles donde horas después nos embarcaríamos en un catamarán hasta la isla de Malta, última etapa de nuestro viaje. Una vez ubicada la pequeña nave maltesa, preguntamos si podíamos subir a bordo nuestro equipaje para aprovechar el resto de la tarde antes de zarpar en la noche.
El capitán del barco, un joven maltés de finos modales, nos atendió con gentileza permitiéndonos liberarnos de nuestras maletas. Cuando nos disponíamos a regresar al carro nos preguntó, de manera casual, si teníamos visa de entrada a su país. Ante nuestra negativa, decidió consultar un libro con dos listas: una, de los países cuyos ciudadanos podían ingresar libremente; la otra, de los que sí la necesitaban. Como el nombre de Costa Rica no aparecía en ninguna de las dos, llamó por teléfono a Valetta, la capital, para exponerles a las autoridades de migración nuestra situación y solicitarles el otorgamiento de la visas para entrar al puerto. Después de unos minutos de preocupante espera llegó la respuesta: no se puede otorgar las visas al entrar al puerto, como suele hacerse frecuentemente, porque Costa Rica está catalogada como hot country. Sí, claro, lo de país caliente no se refería a nuestro clima tropical sino al asunto del tráfico de drogas.
Además de la natural decepción y frustración porque pensábamos cerrar la gira con broche de oro, un sentimiento de vergüenza nos embargó a las cuatro personas que viajábamos juntas. Antes de emprender la tarea de cambiar pasajes y horarios para el regreso a casa, varios pensamientos cruzaron nuestras mentes. Durante todo el siglo pasado y varias décadas del presente, Costa Rica se distinguió por su avanzado estado de civilidad frente a la barbarie que cubría con un manto de represión y sangre el resto de Centroamérica. Hace bastante tiempo y quizá exagerando levemente, era posible hasta sentir un "poquillo" de orgullo a la hora de mostrar un pasaporte costarricense. Pero las cosas han cambiado radicalmente. Ahora no es de extrañar que el solo acto de presentar el pasaporte tico provoque de inmediato un fruncir del ceño en las autoridades de migración de cualquier país. ¡Así de bajo hemos caído en la estima internacional!
Por eso no debemos tomar en serio las amables expresiones protocolarias ensalzando el país de algún político o intelectual importante de visita en nuestro suelo. Considero que frases del estilo de las del señor Sanguinetti pronunciadas hace algunos años y reproducidas ridículamente en grandes vallas publicitarias colocadas en puntos estratégicos de la ciudad capital, nos hacen un gran daño porque nos retratan de cuerpo entero en nuestra enfermiza y estúpida vanidad.
Si alguien pudiera comprarnos por lo que valemos y vendernos por lo que creemos valer, haría el negocio del siglo.