Una disposición del ánimo –del ánima, esto es, el alma–. Pasa por una pequeña virtud, discreta, “bella” pero posiblemente no “sublime” –hubiera dicho Kant–. Una de esas virtudes que se ocultan a sí mismas pudorosamente. Y, sin embargo, quizás sea la más importante de todas.
Somos inexactos en nuestro juicio ético. Hoy en día está de moda, por ejemplo, asumir que la irreverencia es un valor. “Un artista, un pensador, un futbolista conocido por su temperamento irreverente”… Y entramos en trance de extática admiración. Pero resulta que la irreverencia no es un valor per se , a priori , por definición. Tan reprensible sería la reverencia ante un oficial nazi, como la irreverencia ante la Madre Teresa. ¿Cómo podría ser loable faltarle el respeto a una persona de tal calibre humano?
Valentía y generosidad. Otro caso: la valentía. No es, tampoco, un valor por principio. Un soldado de la Wehrmacht, un asaltante de bancos, un violador y asesino en serie como Chikatilo: ¿no son valientes? ¿Creen ustedes que no es necesaria la valentía para perpetrar semejantes atrocidades? ¡Por supuesto que fueron valientes, y maldita la hora! ¡Cuánto dolor le habrían ahorrado al mundo, de haber sido cobardes! Así, pues, tampoco la valentía puede ser considerada un valor a priori.
Último ejemplo: ¿es la generosidad, necesaria, indefectiblemente, un valor? Pues no. Si no va acompañada por la prudencia y el buen tino, puede constituirse en un deletéreo antivalor. Mal informada, carente de discernimiento ético y de elementos de juicio, una persona podría, en su generosidad infinita, legar toda su fortuna al Ku Klux Klan. En tal caso, mil veces hubiese sido preferible que actuase como una avara, un perfecto Shylock.
Querer el bien. Y así, pensando y pensando, termino por preguntarme, ¿qué facultad puede ser considerada un valor absoluto, por definición y bajo todas las circunstancias imaginables? ¿Cuál virtud podría ser tenida por pura, irreductible, prístina por su naturaleza misma, y no únicamente en situación? Y concluyo: la buena voluntad. Eso que jurídicamente conocemos como bona fide (aun cuando la noción no es exactamente la misma). La buena voluntad, la benevolencia (de bene-volere: querer el bien) es el valor matriz de cualquier posible virtud. El horizonte de toda excelencia concebible. La “condición de posibilidad” (Foucault) de cualquier valor, esto es, la disposición que posibilita toda acción virtuosa. El humus, la tierra nutricia, la plataforma que permite la eclosión de la virtud. No logro concebir ninguna configuración de circunstancias bajo la cual la buena voluntad no sea loable.
Convengo: la buena voluntad, por sí sola, no bastará para que hagamos bien las cosas. Requeriremos, además, competencias específicas, destrezas adquiridas, disciplina, talento, perseverancia. Pero una cosa es segura: si no tenemos, como punto de partida, el asidero de la buena voluntad, es absolutamente inexorable que nuestra gestión fracase.
Para gobernar un país, guiar una familia, preparar un recital de piano, publicar un libro, elaborar un reportaje periodístico o así no fuese más que divulgar una noticia, es menester la buena voluntad. Ese bene-volere : querer el bien. No actuar con lo que en Costa Rica llamamos “mala leche”, la acción “mala nota” (bella expresión que nos remite al mundo de la escuela y las calificaciones). Porque, además, la “mala leche” tiene este problema: siempre se percibe, siempre huele, siempre se auto-delata, y denuncia a quien la padece. ¿Un comentario escrito con “mala leche”? ¡Se le siente el mal aliento! De hecho, es inocultable, una de las pocas cosas en la vida que no se pueden disimular o “cosmetizar”. Rezuma, entre los intersticios de las palabras, la mala voluntad con que fue concebido. No ha menester de un avezado exégeta para detectarla.
Virtud matriz. Urge, en el momento histórico que vivimos, esa virtud matriz que llamamos “buena voluntad”. Repito: sin ella, todo cuanto intentemos será vano. Actuar de buena fe, con buena voluntad: ciertamente no es una garantía de éxito, pero lo que sí podemos afirmar es que, sin ella, tendremos asegurado el fracaso. El país vive una alborada política. Más que nunca, debemos convocar nuestra buena voluntad, forzarla a comparecer en nuestros corazones. No entrar al terreno de juego con los tacos en alto. No saltarle a la gente a la yugular. No boicotear, no conspirar, no maldecir: la maledicencia es ponzoña pura.
Envidia y mediocridad. Lo he dicho mil veces: la envidia es, también, una forma de admiración. La única que los mediocres conocen. No seamos moralmente mediocres, entonces. Nadie está obligado a ser un genio: no podemos exigirle a una persona la excelencia de Sócrates, Beethoven o Einstein. En cambio, es razonable pedirle que no sucumba a la pequeñez, la mezquindad, la intriga. Nadie está obligado a componer la Novena Sinfonía. Pero todos deberíamos ser capaces, siquiera, de proscribir de nuestras almas la ruindad y la mala fe: las infaltables damas de compañía (menos aún: perros falderos) de la mediocridad. Hay un nombre para esto: decencia. Ser decente es ser benévolo, y actuar con buena voluntad. Bella per se, bella por su naturaleza misma, bella bajo toda coyuntura imaginable, bella no solo en situación, sino in abstracto.
Crisis y mala voluntad. Creo, desde la raíz del ser, que toda crisis se alimenta de la mala voluntad. Todo es sub-producto de ella. La mala voluntad obstruccionista, socavadora.
Probemos, probemos: demandará un esfuerzo ético, pero no es cosa que esté pegada al cielo. Veamos cómo nos va.