Turquía está estrechamente ligada a la historia del cristianismo. De allí, concretamente, de Tarso, una gran ciudad que entonces tenía unos 300.000 habitantes, salió Saulo, judío fariseo según relatan los Hechos de los Apóstoles.
Fue contemporáneo de Jesús, pero no llegó a conocerlo en vida. Sin embargo, fue a él a quien Jesucristo encomendó la principalísima función de llevar el Evangelio a los pueblos paganos. Tan eficazmente ejerció el encargo, que Saulo, quien posteriormente adoptó el nombre de Pablo, se convirtió en el apóstol de los apóstoles.
Constantinopla, hoy Estambul, fue por unos mil años la capital y el centro cultural del Imperio romano de Oriente (Imperio bizantino). Heredera de las costumbres del mundo griego y romano, y estratégicamente situada entre Europa y Asia, fue importante centro comercial y baluarte del cristianismo.
En el siglo XII fue la más rica ciudad de Europa y hasta se le conoció como “la Reina de las Ciudades”.
En otra ciudad turca, Antioquía, fue donde Pablo predicó su primer sermón cristiano en una sinagoga y donde los seguidores de Jesús fueron por primera vez llamados cristianos.
En Nicea, tuvo lugar otro hecho de gran importancia histórica, pues fue allí donde –en el año 325 d.C. y ante un ambiente de dudas generalizadas, en el que algunas herejías tenían casi la misma fuerza que las ideas ortodoxas– el cristianismo adoptó su Credo (creo en un solo Dios, Padre, todopoderoso, etc.) y dejó clara la fe que se honra en profesar.
Riqueza artística. El arte bizantino (escultura, arquitectura, pintura), que es una confluencia de los estilos griegos, romanos, helenísticos y orientales, es de una belleza inigualable. De allí vienen, inalterados, como pide la tradición, hermosos íconos, como el de la Virgen y el Niño y Cristo en Majestad (Pantocrátor), entre muchos.
La obra cumbre de su arquitectura es la iglesia de la Divina Sabiduría (Santa Sofía), dedicada a la segunda persona de la Santísima Trinidad. Hagia Sophia, en Estambul, comenzó como catedral ortodoxa griega en el año 537 de nuestra era, pasó a ser catedral católica romana en el 1204 y –no sin antes haber sido profanada y saqueada por el sultán Mehmed– mezquita imperial de 1453 a 1931. De 1935 al presente es un museo.
Larga, interesantísima y dolorosa, es la historia de Turquía. Los hechos más recientes, los que nos relata la prensa a diario, son una cadena de golpes de Estado.
Del año 1960 a la fecha, Turquía ha experimentado siete golpes de Estado. El más reciente, un golpe fallido, contra el presidente Recep Tayyip Erdogan, cuyo ejercicio dictatorial del poder el pueblo rechaza, ocurrió hace unos días.
Purga. Erdogan consideró el golpe como “un regalo de Dios” para limpiar el Ejército de lo que considera manzanas podridas, y ha procedido a detener a miles de soldados, jueces, académicos y a todo aquel a quien considere su enemigo.
En total, más de 60.000 personas han sido hasta la fecha “purgadas” por el régimen. La fuerza con que el gobierno turco ha actuado en esta ocasión, y el anuncio de que considera reimplantar la pena de muerte, parece haber alejado la posibilidad de Turquía de formar parte de organizaciones políticas y comerciales occidentales.
Con su conducta, Erdogan tiende a matar la esperanza de verdadera democracia por la que su pueblo está dispuesto a morir.
Hoy, en el entorno político de Turquía, impera el odio. Sería bueno que por alguna vía se le recordara al presidente Erdogan, y a su equipo de guerra, lo que sobre lo contrario escribió hace unos dos mil años el más famoso de sus compatriotas.
En efecto, sobre el amor, Pablo de Tarso (1 Co. 13. 4-7) escribió: “El amor es paciente, es servicial; el amor no es envidioso, no hace alarde, no se envanece, no procede con bajeza, no busca su propio interés, no se irrita, no tiene en cuenta el mal recibido, no se alegra de la injusticia, sino que se regocija con la verdad. El amor todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”.
El autor es economista y escritor.