El cambio fue el primer hecho que sorprendió a los grandes filósofos de la historia. Las transformaciones en la naturaleza llevaron a los griegos a preguntarse si bajo la pluralidad y diversidad existía una unidad subyacente.
¿Todo cambia? Aristóteles vio que el tiempo existe porque existe el cambio. Pero para el estagirita, en toda transformación hay algo que cambia y algo que permanece.
¿Qué permanece? Comprender que el cambio no es un fin, sino un medio puede ayudarnos a contestar esta pregunta. Un medio que nos orienta hacia una culminación.
Se cambia para alcanzar una meta, pero permanece la persona. Un ser capaz de transformar la realidad que está constantemente afectada por el cambio. Aunque somos parte de esa realidad, hay algo que queda intacto en nosotros: un ser con capacidad de cambiar su forma de pensar y que, sin embargo, no deja de ser quien es.
¿Qué cambios queremos inducir en los demás y en nuestra sociedad? Quizás la visión sobre nosotros mismos y nuestro futuro. Cuando la identidad entra en crisis, debemos fortalecer la cultura.
El artista estadounidense Makoto Fujimura señala que la cultura es como un río capaz de llevar vida a todas partes. Pero el río deja de ser un bien colectivo cuando lo contaminamos o anteponemos el conflicto a la cooperación.
“El trabajo cultural constructivo empieza no en la oposición, sino en el compartir ideales generosamente argumentados, visiones para las generaciones futuras, oportunidades para encontrarse y dialogar con el otro”, afirma Fujimura.
Esto es crucial en un clima de abatimiento e incertidumbre. Algunos analistas han tratado de poner nombre a la atmósfera de desmoralización. Mary Harrington, quien se declara “feminista reaccionaria”, habla de apocalipsis para referirse al fin de una visión del mundo.
El periodista del diario español El Confidencial Héctor García Barnés lo llama futurofobia, que no es tanto miedo al futuro como a la incapacidad de pensar futuros mejores que el presente que tenemos.
Los editores de la revista estadounidense Noema, Nathan Gardels y Kathleen Miles, lo describen como una “ruptura” que exige decisiones sobre los cimientos del futuro.
¿Cómo podemos impulsar un cambio en nuestras comunidades e instituciones, donde dos o más visiones se encuentren y apoyen por mucho que discrepen? ¿Cómo ser agentes de cambio que humanicen la política y favorezcan ambientes propositivos?
Ver de otra manera las cosas no es negar un conflicto, sino trascenderlo. Es mirar más allá de las inevitables controversias de una sociedad plural. Nuestra cultura entra en declive cuando se vive en modo combativo.
El cambio social necesita personas y visiones inspiradoras, que comprendan que el encuentro es una gran fuerza que favorece el cambio porque provoca profundas transformaciones interiores.
La dinámica del encuentro une, ilusiona e impulsa, establece formas valiosas de vinculación. La cultura del encuentro causa confianza y abre un espacio de gente comprometida. Además, ayuda a derribar las barreras de comunicación.
El cambio exige pensar y reflexionar. El presente está en nuestras manos. Tenemos la responsabilidad de cambiar aquello que afecta el futuro de las nuevas generaciones y del país en su totalidad.
La autora es administradora de negocios.