Como abogado acostumbrado a presenciar ceremonias judiciales poco ortodoxas, que nuestra tradición denomina “juicios” y que no pocas veces culminan con resoluciones ocurrentes y hasta contradictorias, viene bien la figuración crítica, el análisis reposado y desaprendido, en fin, la aproximación realista a lo que está pasando en los tribunales de justicia costarricenses.
Aclaro, eso sí, que no es este un embate más contra los que hoy sufren una condena en firme, provengan de donde provengan ellos y los jueces o magistrados que los condenan, pese a que su procedencia, ciertamente, explica todo, al final del día. Mucho menos implica esta breve anotación un examen valorativo del trabajo desplegado por los litigantes que defienden causas opuestas y siempre ajenas.
No voy a los casos, no tengo cómo ni tampoco por qué. Es decir, no fui a los debates ni leí los expedientes, no tuve causa para ello y por tanto me resultan irrelevantes en lo personal todos sus alcances. Así que, lejos de las razones particulares que fijaron los términos de una y otra sentencia, en una misma “temporada” judicial, lo que importa, aquí y ahora, es la incapacidad del Estado para responder proporcionalmente, sea con equidad, ni siquiera con justicia pues no hay tal, a las distintas expresiones de criminalidad.
Quede claro que ello no implica que se deje de suponer la existencia de una fundamentación, preferiblemente lógica, de lo resuelto en cada caso, sino simplemente que aun ello no resuelve el problema preocupante que se compone a partir del trato absolutamente desigual que el “sistema” garantiza.
Desequilibrios. En detalle, el problema es el siguiente: ¿cómo justificar que a los corruptos que ponen a bailar sobre la mesa millones de dólares del erario público se les ahorre la molestia que supone la cárcel, imponiéndoles en su lugar pírricas condenas que si acaso alcanzan símil en las palmaditas de abuela cuyo efecto disuasor dura lo mismo que el coro acostumbrado (“malo, malo”) cuando se disciplinaban, otrora, esas mismas manos que al crecer y volverse peludas, terminaron rebuscando en nuestras riquezas naturales, nuestros hospitales, nuestras carreteras, nuestras telecomunicaciones y todo lo que pareciera dejó de ser nuestro hace mucho tiempo para pasar a ser de ellos, sus solidarias familias y agradecidos partidos?
Pero, sobre todo, ¿cómo explicarle al “chapulín” que a él le “tocan” 6 años por robarse un celular mientras a alguien con mucho más entendimiento que él y, por tanto, más responsable, pero, además, sin ninguna necesidad, que se alzó con millones de dólares de la repartidera, no le cobran nada, pero nada de nada, por ser testigo de una corona inexistente o porque, la verdad sea escrita, importaba más justificar atropellos procesales ante el público, que recuperar el dinero que, al final, pagamos como siempre los costarricenses, no todos eso sí, solo los asalariados, que a fin de cuentas, somos los que cancelamos inevitablemente nuestros impuestos?
De otro modo, ¿cómo explicar, lógica y éticamente, que “nuestro” (más bien el de ellos) sistema judicial pene más severamente el robo de un celular que el peculado, el cohecho o el enriquecimiento ilícito?
Será que presenciamos, aquí y ahora, la sentencia de Plutarco, quien suponía que las leyes son como las telas de araña, atravesadas por las avispas que desgarran los mismos hilos en que van quedando atrapadas las moscas... Definitivamente, algo anda mal...