En toda guerra llega un momento en que cada uno de los contendientes abandona la idea de una rápida victoria y se siente obligado a replantear sus metas. Frecuentemente, estos momentos se producen después de mucha destrucción, sufrimiento y muertes, y en ese lapso es cuando aparecen los burócratas de “la comunidad internacional”, que divisan la oportunidad de convertirse en paladines de la paz y buscan el cese del fuego y una tregua.
Artificios diplomáticos. En el reciente conflicto entre Israel y Hamás, los burócratas de la Unión Europea desplazaron a los burócratas de Naciones Unidas ejerciendo presión para lograr una tregua. Una más de las muchas que han resultado de las múltiples guerras libradas entre el Estado de Israel y los terroristas de Hamás.
Se convino en Egipto que, en el plazo de un mes, si no vuelven a volar los cohetes, se desarrollará un ciclo de negociaciones “en torno a temas difíciles que no se resolvieron (con)… el cese del fuego”, según un reciente editorial de La Nación .
Pero la gran mayoría de estos “ciclos de negociaciones” no resuelven un conflicto a largo plazo. La “comunidad internacional” engaña a los pueblos ilusos que ven en estos artificios diplomáticos un medio hacia una paz duradera.
El editorial de La Nación del 31 de agosto del 2014 dice: “Una tregua detuvo, por ahora, una guerra cruenta, una más de las varias libradas entre Israel y Hamás”. Acertadamente, esta opinión implica que una nueva tregua fomenta la prolongación de los conflictos bélicos, hace crónicas las guerras, y aumentan así la matazón y el sufrimiento.
La tregua militar de 1953 puso fin a la guerra de Corea. Esta tregua ha durado ya más de 60 años. Es cierto que durante ese tiempo no ha habido muertos de guerra en la península de Corea. Pero la dictadura de Corea del Norte ha hecho una perfecta demostración de para qué sirven las treguas. En un mundo empeñado en el control de la proliferación de las armas nucleares, desde el 2006 Corea del Norte desarrolló esas armas que la convirtieron en la novena potencia nuclear del mundo. En el 2008, la Casa Blanca demostró que Corea del Norte le vendió tecnología nuclear a Siria y a Myanmar, y le ha ofrecido venta de esta tecnología a numerosos países que han rechazado esa ayuda. En el 2012, puso en órbita un satélite que es, de hecho, una prueba de que tiene un misil balístico intercontinental capaz de alcanzar la costa oeste de Estados Unidos con ojivas nucleares.
Hace un año, el dictador Kim Jong-un convocó a sus generales para que planearan “ajustar cuentas con los imperialistas de Estados Unidos”. El secretario de Defensa norteamericano, Robert Gates, advirtió que “Corea del Norte está en proceso de convertirse en una amenaza directa a Estados Unidos”.
En la Segunda Guerra Mundial, la meta de Estados Unidos, Gran Bretaña y sus aliados era derrotar no solo a Hitler, sino también a su dictadura, su proyecto expansionista y su diabólica doctrina nazista. No solo derrotarlo, sino, además, hacer desaparecer del planeta todos los males que desató.
Rudolf Hess, segundo en la jerarquía nazi, conocedor de la inminente invasión de Hitler a Rusia, quería evitar que Alemania se enfrentara a una guerra en dos frentes: Gran Bretaña en el frente occidental y Rusia en el oriental. Voló en solitario y se lanzó en paracaídas en Escocia, en un aparente intento de lograr una tregua con Inglaterra e iniciar conversaciones de paz. Le ofrecería a Churchill una eventual división de Europa entre la Alemania nazi y el Reino Unido.
Derrota total. Según Andrew Roberts, en su libro The Storm of War, Churchill buscó prolongar la guerra para evitar que el pueblo británico pudiera, en algún momento, caer en la tentación de negociar términos de paz con Hitler. Una tregua era un peligro que había que evitar. No buscaba una paz negociada. Buscaba la derrota total de Hitler y, también, del nazismo.
Dijo Churchill: “Me preguntáis: ¿cuál es nuestra política? Os lo diré: hacer la guerra… Preguntaréis: ¿cuál es nuestro objetivo? Puedo responderos con una palabra: victoria. La victoria a toda costa… victoria, por largo y duro que sea el camino, porque, sin victoria, no hay supervivencia”. No había alternativa a la victoria.
Durante la Guerra Fría, la mayoría de los líderes militares y diplomáticos de la Administración Reagan, durante los dos primeros años no creían en la negociación con el Kremlin. Preferían una intensificación de la confrontación porque creían que Estados Unidos ganaría una carrera armamentista.
Pero Reagan se veía constreñido por la política de “detente” del presidente Nixon. Détente es un término francés que significa “aflojamiento” (o “distensión”) de tensiones entre naciones hostiles que no están en guerra, a través de la diplomacia y de medidas que construyan la confianza entre ellas. O sea, una tregua prolongada, un empate. Henry Kissinger fue uno de los principales impulsores de esa política.
Inestable empate. Sabedor de las dudas existentes en la Administración Reagan, Kissinger visitó al presidente para convencerlo de las virtudes de esa política con el argumento de que tuviera paciencia, pues la Unión Soviética se estaba desintegrando. Según Roberts, Reagan respondió: “Si la Unión Soviética se está desintegrando, ¿por qué no acelerar su desintegración? Mi estrategia para la Guerra Fría es: nosotros ganamos y ellos pierden”. Estaba convencido de que la Unión Soviética podía ser vencida en lugar de tener que vivir interminablemente en un inestable empate con ella.
Reagan propuso la Iniciativa para la Defensa Estratégica (IDE o SDI en inglés), un proyecto de defensa que utilizaría un sistema basado en misiles de tierra y aire para proteger a los Estados Unidos contra un ataque. Reagan creía que su escudo de defensa haría imposible una guerra nuclear porque los soviéticos no podían ganar una eventual guerra. Convirtió la carrera armamentista en que estaban involucradas las dos superpotencias en una pugna tecnológica, en la que la capacidad industrial y científica de Estados Unidos negaría las pretensiones de empate estratégico de los soviéticos.
Disolución de la URSS. Sin embargo, el logro estratégico de mayor envergadura de Reagan fue convencer a su rival Yuri Andrópov –un genial intelectual de altos quilates, secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética y presidente del Soviet Supremo– de que, ante la realidad de los recursos tecnológicos más avanzados de Estados Unidos, la Unión Soviética no contaba con la capacidad tecnológica de instalar un sistema igual de defensa estratégica. El sistema totalitario soviético fue disuelto por un simple decreto de su Parlamento. Así dejó de ser la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS).
En la noche de Navidad de 1991, en la Plaza Roja, la bandera roja con la hoz y el martillo de la URSS fue arriada y, en su lugar, después de una ausencia de 74 años, se izó la bandera roja, azul y blanca de Rusia, sin que se presentara una sola protesta callejera. Fue un momento definidor del siglo XX.
Reagan aprendió de la historia. Como Churchill, confirmó que no hay alternativa a la victoria y, por eso, la democracia ganó y el comunismo perdió. No volaron los cohetes y se logró una paz perdurable.