Tal y como está sucediendo hoy en París, los efectos colaterales por la muerte de un joven británico a manos de la policía londinense en el 2011 desataron reacciones violentas de dimensiones nunca vistas en la historia reciente de ese país.
Por ejemplo, algunos jóvenes estudiantes del sur de la capital, específicamente de Clapham Junction, provenientes de zonas residenciales de muy distintos niveles sociales aprovecharon las protestas para cometer vandalismo y robos en supermercados y otros locales comerciales.
En esta ocasión, fueron procesadas judicialmente cerca de 200 personas (incluidos menores de edad) por los hechos delictivos relacionados con estos disturbios.
Releyendo en la red las noticias de aquel acontecimiento, me ha llamado la atención un detalle que considero no menor y traigo a colación, con el espíritu de querer halar para nuestro saco. Veamos el asunto.
Los jóvenes robaron de las tiendas ropa de marca, artículos electrónicos y joyas, y comida en los supermercados. Sin embargo, hicieron una excepción: la enorme librería Waterstones.
Uno de los periodistas, destacado en la zona para cubrir los acontecimientos de aquellos días, preguntó a los jóvenes las razones de esa consideración para con la famosa librería. “Sencillo”, dijo jocundo uno de ellos, “¡ahí no hay nada de valor!”.
Y es que hoy la desidia de la mayoría de los jóvenes hacia la lectura y la adquisición del conocimiento está alcanzando máximos inimaginables. Esto se comprueba con datos concretos y no con paranoicas teorías conspirativas: la baja capacidad de comprensión lectora de niños y adolescentes en las pruebas internacionales estandarizadas (PISA, por ejemplo) demuestra que la competencia de aprehender contenidos, de distinguir entre datos y opiniones, y la destreza en la asimilación y ejecución lógica de procesos entre las nuevas generaciones está en peligro de desaparición, dejando con ello a las mentes jóvenes al desamparo de pobres capacidades de discernimiento, independencia y facultades cognitivas.
Para épocas y generaciones anteriores, cuyo mayor motivo de vergüenza era no solo no saber leer y escribir, sino también no poder contar con los medios y recursos para que sus descendientes accedieran a las fuentes de cultura (los libros y la instrucción escolar), las condiciones actuales quizá podrían resultar un disparate. Sin embargo, algunos —incluso profesionales— se jactan de nunca haber leído un libro en su vida.
Sé que la mayoría de nuestros contemporáneos sostienen que no todo tiempo pasado fue mejor, pero en algunos hechos puntuales esta proposición no es aplicable a la ligera.
Que la escuela pública costarricense fue modélica, progresista e inclusiva desde inicios del siglo XX está recopilado y testimoniado por personas ligadas a la cultura costarricense. Por ejemplo, leemos en las memorias de Alberto Cañas (Ochenta años no es nada, 2008) que su experiencia educativa en la Escuela Buenaventura Corrales fue decisiva y vital para la formación académica suya y de una generación completa de mujeres y hombres de distintos orígenes geográficos y económicos.
El recientemente desaparecido filósofo, informático costarricense y exrector Claudio Gutiérrez relata una experiencia similar en su libro testamentario Ancho panorama (2010). Por su parte, en la investigación histórica sobre la génesis del sistema educativo costarricense (Roberto Brenes Mesén, 2002), Carlos Bermejo describe la gestación y ejecución del inmenso proyecto educativo estatal costarricense, forjado por visionarios como Joaquín García Monge y María Eugenia Dengo, sobre el cual, ¡a mucha honra!, se asentaron las bases de una Costa Rica democrática, lúcida y cívica.
Si tenemos un poco de paciencia y dedicación, identificaremos en los textos citados las fuentes pedagógicas que dieron luz y brillo a nuestro sistema educativo durante el siglo XX.
Por mi parte, puedo identificar estos tres aspectos: (a) la promoción de la autonomía basada en la pericia juiciosa, (b) el sentido de la responsabilidad como norte conductual y (c) la promoción del mérito individual como distinción del talento natural (meritocracia).
Todos estos aspectos se amalgaman a partir de una estricta veneración por los logros del pasado, cuya fuente explicativa solo es posible obtener de una única forma: estudiar, leer y reflexionar (¡beber!) de las fuentes primarias y secundarias.
Nos enseña la botánica que sin polinizadores (aves, abejas, insectos) todo ecosistema sucumbe a su propia desidia y aburrimiento. Suelo decir a mis alumnos que ellos deben verse como “polinizadores culturales”, pues, con sus estudios técnicos, investigaciones vocacionales y lecturas recreativas llenarán de brillo y luz el espíritu propio y el de su comunidad.
Se vacunarán de la desinformación, la banalidad y el resentimiento, conductas propias de quienes hacen del odio y la queja una profesión, y destechan con su vengativo vendaval la modesta vivienda de una inocente vecina de Purral.
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El autor es docente matemático.