Hace unos días estaba tomando unas fotos en puerto Pochote, Guanacaste. El sol estaba en su ocaso. Puerto Pochote es un recibidor de pescado en uno de los canales que conforman el estero Letras. Pretendía escribir un artículo sobre la vida de los pescadores.
Algo sobre sus costumbres, sus jornadas en el mar de seis a seis bajo el tórrido sol candente, sin más sombra que la de su gorra rota, y también sobre sus alegrías tras llegar a puerto con vida y la esperanza de algunas cervezas frías para discutir con sus colegas los tamaños de las presas del día, los contratiempos, los avistamientos de cardúmenes o tiburones o cocodrilos, o el favorito de todos, las chicas lindas.
Era viernes y eran las cinco de la tarde. No había nadie aparte de don Carlos, el administrador del recibidor, un pescador llamado Luis y el ayudante del recibidor. Al rato llegaron dos muchachos jóvenes y se dispusieron a cargar su panga con los aperos para salir de noche. Regresarían al amanecer, pero su jornada parecía incierta ya que no había corriente ni tampoco brisa. Sin corriente los camarones no llegarían a las mallas. Les tomé una foto mientras salían; la silueta de dos hombres en una panga que navegaba lentamente por el estero, rumbo al sol anaranjado y grande que se ponía tras los distantes mangles.
Desde su tabla de limpieza en el interior del recibidor, don Carlos le tiraba pescados pequeños y desechos a una gran garza tigre, de color azul gris que se posaba sobre la popa de una panga en tierra. Esta los agarraba al vuelo, estirando su gran cuello.
Fotos para el recuerdo –me dice don Carlos–.
No. Quiero escribir un artículo sobre los pescadores y la vida que llevan. También sobre el puerto y sus encantos.
Aquí es muy bonito, y para el que no conoce, que es la enorme mayoría de la gente, ¡que venga a conocer!
Yo llevo más años de la cuenta viniendo a puerto Pochote para comprar pescado o camarón fresco. También vengo a tirar mi panga para recorrer los esteros y el golfo.
Me gusta hacerlo, sobre todo, en el último mes del verano, cuando las aguas del Golfo se tornan cristalinas. Así, aprovecho para bucear a pulmón libre cerca de las formaciones rocosas en las costas del golfo e isla de Chira.
El asunto de la vida de los pescadores es una maldición –me dice don Carlos–. Su comentario me sorprendió en extremo, ya que rompía con su lenguaje habitual, complaciente y carente de controversia. Han acabado con lo poco que quedaba. Han acabado con nuestra forma de vida –continúa–.
Pero yo vengo a comprar camarón, corvina, pargo y casi siempre hay.
No siempre. Y lo que hay es poco y pequeño. Vea el tamaño de la corvina –me dice con un dejo de tristeza, mientras me enseña toda la corvina del día, de tamaño de sardinas–.
Yo pensaba que el golfo de Nicoya era uno de los ecosistemas marinos de mayor diversidad y fecundidad en el mundo.
Lo fue. Pero, ¡qué va! Ahora no es la sombra de lo que alguna vez fue – continuó don Carlos–. Y siguen saqueándolo, con uso de talla de malla prohibida y lo que es peor, con pesca de arrastre. ¡Hasta las pangas están haciendo pesca de arrastre!
Eso lo tiene prohibido Incopesca –contesté, tanteándolo–.
–¡Claro que lo tienen prohibido! Incopesca no impone la ley. Tienen la flota de guardacostas para hacerlo, pero no lo hacen. Hay muchos intereses privados–.
Pensar que el golfo de Nicoya ha sido ultrajado y lo siguen arrasando con mallas de arrastre es desconsolador. La malla de arrastre se lleva todo. Raspa el fondo del mar, llevándose lo que hay. Elimina la cadena alimentaria, desde el fitoplancton hasta un cocodrilo desprevenido.
La esencia misma de nuestra identidad nacional emana del golfo de Nicoya. Recordemos que Costa Rica, como la conocemos hoy, nace a raíz de las exploraciones que realizara Gil González Dávila en los albores del siglos XVI, justo en el golfo de Nicoya. En tiempos coloniales se funda un puerto llamado Abastos que funge como el punto de enlace comercial entre Granada, Nicoya, Bagaces, Esparza y Cartago, y se especula que Abastos no es otro que el actual puerto Pochote.
Lo que tenía al borde de las lágrimas a don Carlos es que aún subsisten dos mil setecientas familias que dependen de la pesca artesanal a orillas del Golfo.