Jaime Sabines, arrebatado de melancolía por su Josefa, escribió en 1960: “En una semana se pueden reunir todas las palabras de amor que se han pronunciado sobre la tierra y se les puede prender fuego. Te voy a calentar con esa hoguera del amor quemado”. Con lenguaje cotidiano, pero imágenes potentes, el poeta remite a la inferioridad de la palabra frente a su significado y nos presenta el fuego como símbolo de una pasión amorosa susceptible de extinguirse.
Es fascinante la analogía. Cuando los primeros humanos dominaron el fuego, hace medio millón de años, aproximadamente, llevaban tres veces ese tiempo protegiéndose entre sí. Un primitivo amor que existió entre silencios, gruñidos y gestos, hasta que si acaso en los últimos 100.000 años aprendimos a hablar. Y luego, con la aparición de la escritura, no hemos dejado de escribir teorías y poemas sobre el amor.
¿Qué es? Se ha intentado definir como cierta afinidad, deseo, sentimiento, pulsión, benevolencia y las acciones que estos estados internos motivan. Los antiguos griegos conscientes de esta polisemia postularon varios tipos de amor. Eros: atracción, pasión, fertilidad. Philia: amistad, afecto. Ágape: generosidad incondicional. Storge: vínculo duradero. Por su parte, los psicólogos Fehr y Russell, en 1991, levantaron una lista con 93 tipos de amor.
El amor es un fenómeno natural modificado por la cultura, experimentado en el interior de seres conscientes. Así pues, el amor solo “existe” en los cerebros humanos y, en sus versiones libres de creencias, en el de muchos animales que tienen el sustrato neuroendocrino para experimentarlo. Que los perros, gatos y hasta las aves pueden tener conductas de cariño, apego y duelo, es algo que todo el que ha tenido mascotas puede atestiguar.
Desde un punto de vista evolutivo, el sistema más antiguo relacionado con el amor es el que dirige el impulso sexual y motiva la búsqueda no selectiva de pareja, incluidas conductas de cortejo. Con el tiempo, se consolidó la elección de parejas potencialmente más fértiles y capaces de sobrevivir frente a adversidades. Este sistema de atracción está mediado por el estímulo de la dopamina y norepinefrina sobre estructuras cerebrales profundas llamadas núcleo tegmental ventral y núcleo accumbens.
Estas zonas no solo se activan en la fase de enamoramiento, sino que constituyen el sistema de recompensa del cerebro. Se encienden con las acciones placenteras, ya sea comer algo apetitoso, tener relaciones sexuales, ir de compras o usar drogas. La función biológica de este sistema, que es motivar las acciones dirigidas a la sobrevivencia, es la que subyace también en los deseos y comportamientos adictivos.
Desde una perspectiva racional, el enamoramiento puede describirse como un deseo de cercanía potencialmente adictivo en el que se sobrevaloran las cualidades de una persona en particular, inducido por un coctel de neurotransmisores. Pero a la evolución le faltaba una tarea. Una madre con un bebé que por uno o dos años requería ser cargado en brazos y, por tanto, limitaba su búsqueda de alimentos, necesitaba ayuda de otro adulto para que ambos sobrevivieran.
Era necesario otro sistema, el de la vinculación o apego. Este se produce en otros núcleos celulares de la base del cerebro, y es mediado por la oxitocina y vasopresina. Algunas condiciones que aumentan los niveles de oxitocina y son generadoras de apego son la convivencia y el contacto piel con piel: lactancia, caricias, abrazos y relaciones sexuales. A estos “instintos” los hemos ido envolviendo en capas de narraciones y mitos. Desde hace 2.500 años se repite la alegoría de la media naranja y hace unos 300, la creencia en que el matrimonio, como formalidad religiosa y legal, debe celebrarse entre personas enamoradas.
Desde el nacimiento maduran estos circuitos, pero en la secuencia opuesta. Primero es el apego a la madre, luego experimentamos la amistad cómplice en la niñez y en la pubertad se nos despierta el deseo sexual. Mientras vivimos estas emociones las salpicamos con el componente más importante del sentimiento amoroso: la compasión o bondad, el motor de la empatía. Esta cualidad innata se explica por la activación de las neuronas espejo en el área cerebral conocida como corteza anterior de la ínsula, y da origen a las conductas de cooperación altruistas, vitales para la supervivencia en ambientes hostiles.
Así que llamamos amor a una variedad de sensaciones e impulsos para los que nacemos “cableados” y que se nos “programa” para mezclar, categorizar, expresar o reprimir durante la crianza y educación. ¿Qué pasa si nos rebelamos contra la programación? ¿Si redefinimos el amor en su esencia, el sentimiento de bondad que motiva acciones que aparentemente solo benefician al otro?
Cuando hablamos del amor más grande ponemos de ejemplo el de la madre, pero es tan solo el menos condicionado. Ama porque es su instinto, y el hijo comparte sus genes y ha invertido mucho tiempo en su crianza. Ya adultos convertimos el sentimiento amoroso en una forma de pago. Me gustás, entonces te amo. Me hacés sentir placer o disfruto tu compañía, entonces, te amo. Cuando ya no me gustés o no disfrute tu compañía o no sea tu persona favorita guardaré el amor para alguien más. En ese amor transaccional, subyace la falsa creencia de que necesitamos ser amados. El amor no correspondido nos frustra y empezamos a odiar.
¿Se puede transitar el mundo con una actitud y sentimiento de amor hacia todo y todos? Lo comparo con lo que los budistas llaman iluminación. Algo que permitimos ser-en-nosotros, como lo sugieren los Evangelios cristianos y la filosofía budista. Sadhguru lo llama “la dulzura de las emociones”, y este amor fluiría incondicionalmente no solo hacia las personas, sino también a la vida misma. Un estado sin lucha interna, tan cerca de la paz y felicidad que se funde con ellas.
Amor incondicional no significa permanecer en relaciones tóxicas ni renunciar a los derechos propios ni entregar las posesiones a los demás. Debemos poner límites a con quien pasamos tiempo y compartimos recursos e intimidad. Este ágape o forma de amor es irradiar amabilidad, procurar el bienestar y libertad a otros y a nosotros mismos. Cuando se renuncia al otro como una expectativa o una posesión, se extinguen las dependencias emocionales.
No sé a qué edad se aprende a amar. A mis 47 años, luego de haber experimentado alegrías, pasión, melancolía y fracasos, apenas lo estoy intentando.
El autor es médico.