En las últimas semanas, una noticia acaparó la atención internacional. Se trata de la resolución de la Corte Constitucional de Colombia que anula el acuerdo militar suscrito con Estados Unidos. El convenio fue, en su momento, defendido apasionadamente por el expresidente Álvaro Uribe y objeto de numerosas críticas. La decisión produjo complacencia, pero, al mismo tiempo, severos cuestionamientos entre quienes la califican como una invasión competencial que alimenta la instauración de un gobierno de los jueces.
El caso colombiano resulta significativo; para los que han estudiado el tema, representa, junto con Costa Rica, uno de los ejemplos de justicia constitucional exitosa en América Latina. No obstante, más allá de esta sentencia puntual, la cuestión adquiere mayor relevancia por otra razón. Saca a la luz un fenómeno que en nuestro país parece volver a colocarse sobre la mesa con ocasión de recientes resoluciones de la Sala Constitucional. Hablo de lo que se ha llamado la judicialización de la política. El nuevo papel que han ido asumiendo los jueces en el entramado democrático. Un papel hasta, hace muy poco tiempo, impensable. Impensable porque, en buena medida, por una razón histórica los países que recibieron influencia de los sistemas jurídicos europeo-continentales, como los nuestros, colocaron al juez en una posición limitada a resolver conflictos entre particulares. Su relación con los otros actores políticos fue de casi total indiferencia. Sirvan, como ejemplo, las dictaduras de Franco y Mussolini para encontrarnos con que en aquellos regímenes los Poderes Judiciales funcionaron con “normalidad”.
Sin embargo, después de la Segunda Guerra Mundial empieza a darse una transformación que aún continúa suscitando encendidos debates sobre los límites a las actuaciones jurisdiccionales. Esta transformación se asocia, en buena medida, con el nacimiento de los Tribunales Constitucionales. Aunque la formulación teórica desembarca a finales del siglo XIX, es en 1946 cuando la idea de órganos judiciales controlando el ejercicio del poder se empieza a expandir. Hoy hay Tribunales Constitucionales alrededor de todo el mundo, de Portugal a Sudáfrica, de Hungría a Perú y de Polonia a El Salvador.
Cuando un Tribunal de Cartago condena a Ponchipón, un conocido carterista, a descontar una pena de cárcel, estamos frente a una decisión necesaria, porque dirime un conflicto social. Cuando un Tribunal Constitucional ordena al Poder Ejecutivo revelar una cierta información o a la Asamblea Legislativa aprobar una ley o al Tribunal Supremo de Elecciones abstenerse de realizar un referéndum, se están tomando decisiones también necesarias, porque dirimen conflictos, pero además polémicas porque suponen controlar el poder de otros órganos.
Debate necesario. La Sala Constitucional está lejos de ser perfecta, pero negar la impronta que ha dejado en la protección de los derechos y la creación de mecanismos de control sería mezquino y, además, una burda negación de la evidencia más demoledora. Dicho esto creo, sin embargo, que como sucedió en Alemania a mediados de la década de 1970 cuando se generó un movimiento muy crítico por algunos de los pronunciamientos del Tribunal Federal, conviene un debate en el que muchas voces puedan ser escuchadas.
Pero estoy convencido que ese debate habrá de tejerse tomando algunas precauciones. De esta forma será fructífero y alcanzará el principal objetivo: incidir positivamente en el desempeño de la Sala que, como cualquier institución que no quiera fosilizarse, debe estar abierta a la crítica y a los ajustes.
En primer lugar, dejar a un lado las posiciones fatalistas como afirmar que en Costa Rica se está implantando una dictadura de jueces. Esto no sucede aquí y, lo más importante: no ha sucedido en ninguna parte del mundo. En segundo lugar, entender que la judicialización de la política es un proceso normal en una democracia contemporánea. Los jueces son actores políticos. La imagen neutra y desideologizada de los jueces es una ingenuidad. Que la política se judicialice no es otra cosa que admitir que el poder puede ser controlado. Es el reconocimiento de que los jueces participan del poder que acordamos fraccionar en tres partes, no en una, ni en dos. Partir de esto será por lo pronto un buen comienzo; luego podríamos sentarnos a discutir sobre el quehacer de nuestro Tribunal Constitucional.