Como era esperable, luego de la muerte de Fidel Castro se desatan toda clase de valoraciones sobre su figura y su papel en la historia de Cuba y de la región latinoamericana. Sobre los logros de su gestión, parecen destacar dos áreas muy importantes: la salud –particularmente la salud primaria– y la educación –especialmente la alfabetización–.
Según estadísticas independientes, a lo largo de los últimos sesenta años el pueblo de Cuba experimentó mejoras notables y sostenidas en estos dos campos, y eso es muy importante.
Sin embargo, en materia de respeto a los derechos humanos, a la construcción de un modelo democrático en la Isla y al reconocimiento de los derechos políticos de los cubanos, el resultado de la gestión de Fidel en el mando del gobierno es innegablemente negativo.
Cuba, durante los últimos sesenta años, vivió bajo un régimen dictatorial y, en consecuencia, Fidel –de manera directa o por medio de su hermano Raúl– fue un dictador y no necesariamente un “dictablando”, sino un hombre de mano dura contra todo aquel que llegase a considerar un enemigo o un peligro para sí o para su poder.
Mano de hierro. En razón de lo anterior, los logros que pudieran exhibirse en materias tan importantes como la educación o la salud resultan inevitablemente opacados por el hecho de que fueran alcanzados como resultado de una dictadura de seis décadas, durante las cuales en la Isla nada se movía o sucedía sin que Fidel lo supiese o autorizase.
Esa no es una buena vida para un pueblo. La libertad no puede ser conculcada so pretexto de mejorar la salud o la educación. Menos aún si tal conculcamiento se extiende por seis décadas.
En mi caso, cualquier valoración de la figura y la obra de Fidel Castro pasa, necesariamente, por considerar que tal imagen y obra fueron las de un dictador y, como tal, indeseables para cualquier pueblo.
No celebro su muerte porque me resulta inaceptable alegrarse por el deceso de otro ser humano; pero sí celebro que con su muerte el proceso de democratización de Cuba y la libertad de su pueblo está, a partir de ahora, más cercano.
Tiempo de cambio. Sin el referente hipnótico de Fidel, el pueblo de Cuba deberá ahora, como es su derecho, construir su propio sueño en su propia tierra, sin necesidad de emigrar a otras naciones para intentar vivirlo.
Es deseable, además, que quienes dentro o fuera de la Isla eran contrarios a esa dictadura no intenten ahora hacer mesa gallega con el poder. Unos y otros deben saber mantener la serenidad, entender que es hora de la reconciliación y no de la venganza; la libertad y la democracia no son jamás frutos de la ira o del desencuentro.
Por su parte, Estados Unidos, al igual que ya lo hicieron prácticamente todas las naciones democráticas de América y Europa, incluido el Vaticano, deben continuar la senda de normalización de las relaciones con Cuba y eliminar el embargo que tanto castiga al pueblo cubano y dio a Fidel un argumento para mantener su mano de hierro en toda la Isla. Trump no debe ser, ahora, el que impida ese proceso.
El autor es diputado del PUSC.