El miércoles 26 de abril, con motivo de cumplir los primeros 100 días de ejercicio del poder, la administración Trump hizo una propuesta fiscal digna de consideración, no solo porque es para ser eventualmente instrumentada en los Estados Unidos, una economía importantísima a escala mundial que es, además, el principal socio comercial de Costa Rica, sino también por el fondo conceptual que la acompaña.
Se trata de una reforma para simplificar el esquema tributario de EE. UU. y, especialmente, para reducir significativamente la tarifa máxima del impuesto sobre la renta que deben pagar las personas y las empresas.
Como informó La Nación el 27 de este mes, indica la Casa Blanca que “el nudo central” de su propuesta es “tornar competitivos los impuestos a las empresas”, llevar a los Estados Unidos “miles de millones de dólares para crear empleos, simplificar las declaraciones individuales y reducir la carga impositiva”. Entre otras cosas, el Poder Ejecutivo propone reducir del actual 35% al 15% la tasa impositiva máxima que sobre las utilidades rige para las empresas y, por ese medio, ponerse a tono con lo que opera en otros países con cuya producción compiten.
Desde el punto de vista conceptual, conviene tener presente que las tasas impositivas deben guardar una relación inversa con la elasticidad –de la actividad gravada– a ellas. Las actividades “chúcaras” no han de someterse a tasas altas, pues las firmas encontrarán rentable evitarlas, dedicándose a otras actividades o trasladando fábricas y oficinas de servicios a países con menor carga tributaria.
Efecto inverso. Tasas altas no son sinónimo de alta recaudación fiscal; al contrario. En los Estados Unidos, por ejemplo, a pesar de la alta alícuota máxima, la recaudación federal de impuestos sobre las utilidades empresariales no llega a mucho más de un 1% del producto interno bruto (PIB), según ha sido documentado por analistas, como Allan Auerbach, de la Universidad de California.
Una rebaja de las tasas, en el tanto contribuye a retener más empresas en el país y a la atracción de otras, podría elevar la recaudación.
Por lo indicado, una rebaja razonable de tasas tampoco tiene necesariamente que aparejar un incremento del déficit fiscal, como temen algunos críticos de esta propuesta de la administración Trump.
Otro argumento comúnmente utilizado para oponerse a rebajas tarifarias del impuesto sobre la renta empresarial es que ellas favorecerían, principalmente, a los sectores más acomodados del país, no a los más pobres.
En el caso de los Estados Unidos, este argumento no tiene mucha validez, pues ahí la propiedad de las empresas está ampliamente repartida. Muchos fondos de pensiones e inversionistas individuales poseen acciones de empresas que se cotizan en la bolsa y, por tanto, resultarían favorecidos por medidas que beneficien a dichas empresas.
La creación de más oportunidades de empleo y la disminución en el precio de los productos finales que una rebaja en el impuesto sobre la renta empresarial podría estimular, también están en sintonía con el interés público, que no es otro que el interés coincidente de los administrados.
Además, conviene tener presente que las pequeñas y las microempresas de un país tienen menor movilidad internacional (algunas no la tienen del todo) que las empresas medianas y grandes. Por ello, una reducción en las tasas impositivas como la comentada sería de gran utilidad para ellas.
Focalizar el gasto. En las condiciones descritas, la política tributaria de un país ha de confiar más en impuestos indirectos al consumo (en particular, el impuesto sobre el valor agregado, IVA), que en los directos que operan sobre la producción. Y, como aquellos afectan a todos los consumidores y hasta podrían tener una incidencia proporcionalmente mayor sobre los grupos más pobres de la sociedad, es menester asegurar que el gasto público se focalice eficazmente para favorecer a los que menos tienen.
Sin embargo, los países que como Costa Rica han sido importantes receptores de inversión extranjera directa (IED) proveniente de los Estados Unidos podrían verse afectados si, como respuesta a una reforma tributaria como la que nos ocupa, los flujos de IED se redujeran o se revirtieran.
Por eso, conviene estar preparados para asegurar que a ellos la IED no llega solo por motivos tributarios, sino principalmente por la calidad y productividad de su mano de obra, de la infraestructura física (puertos, aeropuertos, carreteras), por lo competitivo de servicios necesarios para la producción moderna, como son la energía eléctrica y las telecomunicaciones, así como por la eficacia y transparencia de la operación del Estado, el respeto a las leyes y la seguridad ciudadana, entre otras cosas.
Como se nota, la participación del Estado en la economía debe ser objeto de cuidadosa revisión, para ajustarla a los requerimientos del entorno actual.
El autor es economista.