Morir es renunciar al yo. Estando programados por la cultura para preservarlo a toda costa, nada podría ser tan difícil. Anclaje del principio de identidad, y basamento de la gestión filosófica, desde que Descartes asentó su cogito sobre el yo, renunciar a él –aceptarlo transitorio, adventicio, no esencial– es pedirle al ser humano negar el clamor mismo de su sangre.
Algunas filosofías proponen que el yo es una mera ilusión. Desidentificarse de él no solo constituiría la base del ars morendi, sino también del ars vivendi. Pero yo siento demasiado afecto por esa pobre marioneta destartalada, como para destituirla. Ella lastrará mi muerte –nadie puede alzar vuelo con semejante tonelaje–, y hará mi vida menos lúcida. Reprobaré el curso, pues: ¡que me manden de nuevo a la tierra para vivir por segunda vez! ¿No es eso lo que se hace con los malos estudiantes?
Solo hay una forma fecunda de lidiar con la muerte: preñarla, engendrar de ella. ¿Absurdo? ¿Y qué creen ustedes que hicieron Jorge Manrique, Blake, Poe, Baudelaire, Lorca, Vallejo? Hacerle un hijo, o cien, o mil: he ahí mi programa de vida –que también lo es de muerte–. A fin de poder seguir por siempre en el escenario, quiero que mi calavera sea preservada, y utilizada en la escena en que Hamlet monologa con el cráneo de Yorick.
Ahí estaré, noche tras noche, generando belleza, y sirviendo al arte. No necesito figurar en los créditos. Por favor, tomen nota de mi ruego.
Vivir es un plazo, morir, un mero trámite.
El autor es pianista y escritor.