El primer designado para conformar el gabinete de Luis Guillermo Solís fue su jefe de campaña, Melvin Jiménez, hombre cercano al presidente electo y sin ninguna trayectoria conocida en la vida política nacional. Jiménez ostentaría el cargo de ministro de la Presidencia, como efectivamente ocurrió a partir del 8 de mayo, y sería la figura política por excelencia, sobre todo de cara al Parlamento y las bancadas de oposición, como es la costumbre. Pero eso no está ocurriendo.
Durante el período de designaciones, apareció un cargo nuevo: viceministra de Asuntos Políticos, entregado a una joven profesional que recientemente la vimos en acción a propósito del conflicto de tierras que se gestó en los territorios indígenas de Salitre, y que la funcionaria no ha logrado resolver, salvo que los niveles de violencia bajaron por la presencia policial en la zona, tal y como lo reconoció la propia funcionaria.
En estas condiciones, aparece en escena un nuevo viceministro, Daniel Soley, exdefensor adjunto de los Habitantes, hombre joven, cercano a Johny Araya en la pasada campaña electoral y de desconocida trayectoria política, salvo por su apellido.
Oficialmente se ha dicho que él será el interlocutor de Zapote con el Parlamento, particularmente con los jefes y bancadas de oposición.
Eso significa que el ministro Jiménez no tendrá nada que ver con tan estratégica función. ¿Por qué? No se sabe.
Dudas. Desde hace ya bastante tiempo, por responsabilidad, importancia, estrategia y manejo político, la carga de la relación Ejecutivo-Legislativo la ha llevado el ministro de la Presidencia, por demás la figura más cercana al presidente dentro del gabinete, y las razones son obvias. Se trata del manejo de las relaciones entre poderes de la República, que deben tramitarse entre figuras de igual rango constitucional, amén de que la “agenda dura” del parlamento la conforman proyectos del Ejecutivo, que durante los períodos de sesiones extraordinarias de la Asamblea (seis meses en un año) tiene potestad sobre esa agenda.
Es el ministro de la Presidencia el que lleva permanentemente el pulso del Congreso, y más todavía en períodos extraordinarios, cuando ese control se da casi minuto a minuto, y las convocatorias y desconvocatorias de proyectos ocurren varias veces en una misma sesión parlamentaria, incluso sin que el propio presidente de la República se dé cuenta.
Ahora, esta Administración pone en ese escenario y con tan delicada misión a otra persona, y de menor rango, lo que ha generado fundadas dudas. En primer lugar, hay que tomar en cuenta el panorama general que ofrece esta Asamblea Legislativa, adonde el Gobierno debe enviar buena parte de lo que fueron sus propuestas de campaña convertidas en iniciativas de ley.
El Parlamento ha llegado a su máximo histórico en cuanto al número de fracciones políticas elegidas por el pueblo, nueve en total, de las cuales ocho son de oposición, con las que hay que negociar permanentemente, y, a menudo, esa negociación se complica y amplía porque las “disciplinas de fracción” ya no existen, como fue en tiempos del bipartidismo, y hay que buscar acuerdos hasta individualmente con diputados que pretenden lograr alguna ventaja a cambio de su voto.
Por otra parte, de conformidad con los resultados de las urnas en febrero último, la bancada oficial no es mayoritaria. Numéricamente es la segunda fuerza y representa apenas el 22,8% del total de miembros del Parlamento. Agréguese su débil músculo para polemizar y negociar, producto de ausencia de formación y madurez política. Hasta ahora, la voz más recurrente y más cercana a Zapote es la del diputado Morales Zapata, hasta hace poco defenestrado por la propia fracción del PAC.
Parlamento entrabado. En este contexto, la figura del negociador fuerte pero flexible, por parte del Ejecutivo, se hacía más imprescindible. Ya había algunas dudas en torno a Melvin Jiménez, pero al fin y al cabo ostentaba el cargo de ministro de la Presidencia. Ahora, con esta designación de Soley, no parece que la comunicación Ejecutivo-Legislativo vaya a mejorar sustancialmente, como lo exigen las circunstancias.
Tengamos presente también que el reglamento legislativo, como se ha demostrado hasta la saciedad, no es un instrumento que permita agilizar la agenda. Todo lo contrario y, aunque, como ritualmente ocurre cada cuatro años, se ha constituido una comisión para reformar el reglamento, esta posiblemente discurrirá por los mismos trillos de las anteriores: nada.
Hoy y antes, el acuerdo y la negociación política, incluso al margen del reglamento, devienen en los mejores mecanismos para generar legislación y avanzar, pero eso puede darse si, en primer lugar, el Poder Ejecutivo tiene destacado un cuadro político de primer nivel, dedicado exclusivamente a esa labor, lo que hoy día no existe.
Falta poco para que concluya el tercer mes de la actual Asamblea. La agenda prioritaria pactada por los jefes de fracción, con 18 proyectos, casi no ha avanzado. Las comisiones plenas, o miniplenarios, están paralizadas por mociones de avocación, y el reloj sigue contando.