Malestar puede haber y, con certeza, siempre lo habrá en una democracia. El asunto es la profundidad, persistencia, consecuencias e ineficacia para enfrentar ese malestar en estos años en Costa Rica.
La desconfianza ciudadana en las instituciones y en todos los actores del sistema político se ha manifestado, de manera importante, mediante la abstención electoral, la reducción de su apoyo a la democracia, la incertidumbre y lo volátil de sus adscripciones electorales, algunos episodios intensos de conflicto o en periodos de alto nivel de conflictividad social. Por eso es necesario desentrañar sus fuentes.
Corrupción e impunidad. La corrupción y, sobre todo, la impunidad son fuentes de fondo del malestar ciudadano que hoy nos atenaza. Escándalos que señalaron a expresidentes, autoridades altas, medias y funcionarios de otros niveles nos han persuadido, desde hace muchos años, de que estos son flagelos que hacen vulnerable al país. En este tema, como bien dice Costa Rica Íntegra sobre el discurso presidencial de los 100 días, es un acierto asumir la probidad y la lucha contra la corrupción como ejes; sin embargo, sería desperdiciado, si no se acompaña por intervenciones concretas y efectivas en materia de transparencia, anticorrupción y probidad.
Recordemos que muchas acciones son meramente administrativas, que dependen, directa o indirectamente, de un Gobierno Central que actúe con información correcta y corroborada, y no suponen, al menos inicialmente, la intervención de otros poderes de la República y largos periodos de espera entre el hecho y su corrección y sanción.
Ahora bien, la corrupción y la impunidad no son las fuentes exclusivas –ni siquiera las más importantes– del creciente malestar ciudadano. Me explico enumerando otros factores:
Dar menos y ofrecer más. Este desencanto, además de toparse con escándalos y situaciones de corrupción, encuentra en la política una extraña forma de operar, pues esta recurre a la fórmula de entregar menos o deteriorados servicios públicos, pero, con gran elocuencia, promete cada vez más derechos. Así, promulgó durante estos tiempos abundantes leyes (más de 400), casi todas con nuevas responsabilidades para el Estado, pero sin ocuparse de establecer las fuentes de recursos para hacer efectivos los compromisos asumidos, ni los derechos creados (menos del 20% de esas 400 leyes lo hicieron). Aumentó la promesa democrática, pero el sistema político entregó menos o deteriorados servicios públicos.
‘Reformas’ erróneas. Otra reacción sistemática del sistema político fue establecer crecientes controles al ejercicio de la autoridad y a la Administración, y, también, complicar la trama legal y la tramitomanía, además de establecer importantes organismos de tutela de derechos. Lo que no está claro es que esos controles mejoraran la capacidad de detectar y sancionar la corrupción o la ineficiencia. Los propios gobernantes han afirmado que lo que se ha logrado es postrar al administrador y al funcionario, que prefieren no ejercer sus responsabilidades a arriesgarse a una sanción al actuar.
Simultáneamente, el sistema emprendió movilidades laborales para empequeñecer el aparato público que condujeron a perder capacidades públicas, sin reducir gasto superfluo o eliminar ineficiencia. La Administración Pública perdió músculo, es decir, cuadros experimentados en áreas críticas y cotizadas en el mercado, pero mantuvo su grasa. También los beneficios a la burocracia descentralizada, sin tanto control, crecieron, junto con un Gobierno Central sin capacidad de inversión en su operación y modernización. Apretamos más a instituciones que no se comen la piña, pero que terminaron con el dolor de panza.
Perder-perder. En estos años hemos asistido al despliegue de un estilo suicida de hacer política: el fracaso de la acción de gobierno, o de su financiamiento, equivale a la construcción de la fuerza opositora. La evidencia apunta a que, ciertamente, el bipartidismo se debilitó al extremo y, además, a que las fuerzas emergentes –ninguna– ha logrado acumular a su favor, de manera sistemática, la erosión de aquellas lealtades políticas. El estilo fue pierde-pierde, no pierde-gana y, menos aún, gana-gana. Por supuesto que quien perdió más fue la población. De esta manera, la primera víctima del malestar ciudadano fue el bipartidismo, pero, luego, todo el sistema político. Así llegamos a un sistema multipartidista con escasa disciplina y cohesión interna partidaria, además de una empequeñecida y volátil adscripción de la gente a los partidos, en un tiempo de estancamiento de la pobreza y crecimiento de la desigualdad.
Solo para algunos. Hace más de dos décadas se inició una nueva época con la consolidación de un nuevo estilo de desarrollo que, hoy en día, se encuentra con una sociedad enzarzada en crecientes conflictos distributivos sobre posesiones y posiciones. El crecimiento del PIB por sí solo resultó insuficiente. Al principio de este tiempo se reconocía que combinar metas económicas y sociales era ético y realista. Pero solo se avanzó parcialmente, pues también hubo involuciones. Hoy tenemos una sociedad con más capacidades humanas, pero que lleva más de dos décadas de estancamiento de los niveles de pobreza según ingreso, y se topa con una creciente desigualdad en el reparto de riqueza, ingresos y poder.
La nueva economía –con algo más del 20% de la ocupación– concentró los beneficios de la política pública, y el desarrollo de una institucionalidad moderna, financiada y eficiente, estuvo exento del pago de casi todos los impuestos. El resto de los sectores económicos –casi el 80% de la ocupación– vieron desmantelarse sus políticas de fomento productivo, deteriorarse su porción de institucionalidad y menguarse la eficiencia pública de esa su parte. La modernización económica no resultó incluyente para amplísimos sectores. Se declaró una pérdida de rumbo a partir de la coincidencia muy mayoritaria sobre la insuficiencia de la ruta para llevarnos a generar desarrollo humano y a repartir, de manera aceptable, posiciones y posesiones.
Pérdida de rumbo. Los programas de gobierno de los principales partidos, presentados durante las elecciones, reconocieron esa pérdida de rumbo y señalaron como necesaria la corrección de las políticas económicas, aunque ciertamente con mayor o menor amplitud de giro, Por su parte, el elector se expresó por cambios, entre otros importantes asuntos, en las políticas económicas y de desarrollo productivo para lograr empleo, equidad y bienestar.
El malestar se ha acumulado desde muchos factores, entre ellos los anteriormente mencionados, y su reducción solo será efectiva si se actúa sobre esos factores.
Se hace indispensable, entonces, pactar de nuevo la concordia, recuperar la fe en la política, los políticos y las instituciones, y tener un destino común como nación.