El parlamento chileno está a punto de aprobar una ley minuciosamente disparatada. Su autor es Andrés Aylwin, un hombre bondadoso y con prestigio, hermano del expresidente, y viejo batallador por los Derechos Humanos, elementos que contribuyen a enrarecer el debate: ¿cómo esperar de semejante político un acto contrario a los fundamentos de la democracia? ¿No se tratará, acaso, como él asegura, de un benévolo intento por mejorarla? Y, para mayor incordio, la ley amenaza con hacer metástasis por otros cuerpos legislativos del continente, a caballo del prestigio que, de unos años a esta parte, tiene todo lo que pueda acreditarse como "made in Chile". Ya se oyen los claros clarines.
Estamos, por supuesto, ante una ley de prensa. Tiene dos partes claramente identificadas y resulta muy difícil precisar cuál es más nociva e irracional. Aparentemente, se trata de una legislación encaminada a garantizar el pluralismo informativo -que nadie, persona o entidad, pueda tener un peso excesivo en los medios de comunicación- y a conseguir que la sociedad reciba toda la información que necesita y no solo una parte de ella. El objetivo, pues, parece loable. Algo "políticamente correcto" que protege la diversidad, asigna cuotas y dispersa el poder. Magnífico.
El ansiado pluralismo, dentro de la prensa escrita -a juzgar por el proyecto aprobado por la Cámara Baja-, se va a obtener mediante el establecimiento de un límite máximo a la penetración que pudiera alcanzar un periódico o revista. Treinta por ciento del mercado es el techo que la mayoría de los legisladores estima saludable. Más allá de esa cifra -deducen con pitagórica certidumbre- comienza la manipulación. Si un medio de comunicación excede ese límite se expondrá a una sanción o deberá frenar su crecimiento para darle la oportunidad a otro órgano de expresión minoritario.
La segunda parte de la ley es aún más vidriosa. Para desgracia de los padres de la patria, precisar la cantidad adecuada de información que deben recibir los chilenos no puede sustanciarse con guarismos y hay que recurrir a otros procedimientos más sutiles. Ese abstracto principio, de aroma gloriosamente democrático, se puede llegar a concretar en la siguiente situación: un sujeto o un grupo de ciudadanos que estimen que deliberadamente han sido silenciados o marginados en una información, tienen el derecho a exigir que se les mencione, se les consulte o se les tome en cuenta. La prensa chilena, si esa locura es aprobada por el Senado, no solo será responsable de lo que expresa, sino también de lo que calla o del rango e importancia con que publique la información. Menudo guirigay.
¿De dónde salió el impulso legislativo para esta iniciativa monstruosa? De una frustración. De la santa ira que le produjo al señor Aylwin el mínimo interés periodístico que provocaban los comunicados de la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos, y del fracaso de medios informativos como Fortín Diario, Análisis o Cauce que súbitamente, pese a los servicios realizados a la democracia, perdieron el favor de los lectores y de los anunciantes.
Es una pena que este bien intencionado caballero, a estas alturas del milenio, no entienda la tarea de los periodistas, el papel soberano del lector y la función real del mercado. Incluso, es sorprendente que ni siquiera atine a relacionar la desaparición de ciertos medios de comunicación con la errónea selección de la información o, en su defecto, con la mala gestión comercial o administrativa en que probablemente incurrieron.
Un periodista, ni cuando informa ni cuando opina, puede hacer otra cosa que tratar de adivinar lo que el lector potencial desea leer y qué espacio y lugar debe asignárseles a esos textos y fotografías. Ese es el secreto de los grandes periódicos y de los grandes periodistas: intuir la información o la opinión que la mayor parte de los lectores quiere que le sirvan todos los días junto a las tostadas del desayuno. En una sociedad abierta de mercado, los periódicos y las revistas no los hacen y los dirigen los periodistas desde los talleres, sino los lectores en el quiosco o los suscriptores en sus casas. Es una selección libre, exactamente igual que la de escoger una película, un par de zapatos o el restaurante en el que queremos cenar. Y, de la misma manera que nadie -salvo alguna gente sin corazón o cerebro- quiere que el Estado le diga qué ropa ponerse o que marca de cerveza debe beber, tampoco desea que le indique cómo, cuánto o qué debe leer. Esas señales él -el lector soberano- se encarga de mandarlas todos los días con su dinero a través del mercado, y pobre del empresario que no las atienda o que no sea capaz de descifrarlas. Al cabo de cierto tiempo estará en la ruina.
¿Apoyaría el señor Aylwin una ley que colocara el límite de votos que podría recibir su partido en el 30 por ciento para proteger la diversidad política? ¿Por qué no les asigna cuotas a los grupos parlamentarios para que todos puedan legislar por igual? ¿Qué ocurrirá si la mitad del mercado chileno, o el ochenta por ciento, insiste en querer informarse por medio de un periódico o una revista equis? ¿Va a dictar una ley prohibiendo que los pidan prestados o los consulten en las hemerotecas? Hace poco más de 200 años dos de los políticos más grandes que ha dado Occidente -Jefferson y Madison-, frente a la presión autoritaria de algunos de sus compañeros del Congreso, entendieron con absoluta claridad que el papel de los gobernantes no era juzgar a la prensa sino exactamente lo opuesto: someterse humildemente al escrutinio de los periodistas, asumiendo como un mal menor el riesgo de ser víctimas de injusticias y arbitrariedades a cambio de tener una sociedad abierta bajo la permanente auditoría de los ciudadanos. Era tal la importancia de contar con una prensa libre e independiente para el sostenimiento de la república -y eran tantos los enemigos de esta idea-, que los dos mayores legisladores americanos decidieron hacer una gran ley de prensa para garantizar para siempre su supervivencia. Y la hicieron: la Primera Enmienda a la Constitución ¿Qué dice esa Primera Enmienda? Algo tremendamente sabio: se prohíbe legislar en materia de libertad de prensa. Si el señor Aylwin quiere realmente servir a su país, preservar las libertades y mostrar un mínimo de respeto por sus compatriotas, esa es la única ley de prensa realmente sensata. Las otras conducen a la opresión. Todas hacen daño. (Firmas Press)