Por más que lo parezca, no es increíble que la gente afirme y defienda hoy tantas y tan gruesas idioteces. Eso forma parte del desquiciado mundo de nuestros días, en el que la defensa de ciertos clichés genera excelentes dividendos políticos y sociales. Nadie se atreve a desnudar esos tópicos para dejarlos en pelotas y apreciar la inmensa estupidez que esconden. Hacerlo sería un suicidio.
Al final, mal que bien y a regañadientes, uno podría comprender esa falta de sindéresis –y hasta sentir una cierta compasión– cuando se trata de la masa, del rebaño, de la tribu. Pero que rectores de universidades caigan en la misma trampa y su consecuente descerebración…, ahí sí que estamos jodidos, jodidísimos. Ahí se disparan las alarmas, aunque muchos sean los sordos que no las oyen o no quieren oírlas.
En días recientes, concretamente el pasado 25 de febrero, La Nación publicó que las cinco universidades estatales deberán informar a los diputados sobre cuánto dinero invierten en cada estudiante. Tal fue la solicitud de la Comisión de Ingreso y Gasto Público a los rectores de dichas instituciones, que comparecieron, dos días antes, en esa instancia legislativa.
En la sesión, como es lógico suponer, cada jerarca universitario defendió el sistema de admisión y el régimen de becas de su casa de estudios. Sus narrativas apologéticas también incluyeron preocupaciones y autocríticas. ¡Oh, cuánta sinceridad encomiable!
Menos mujeres. El mea culpa más triste y los mayores desasosiegos fueron de Julio Calvo, rector del Instituto Tecnológico de Costa Rica, quien, al parecer, se pasa las noches de claro en claro, y los días de turbio en turbio, pensando en la desgracia de que las mujeres son solo un 40% de la matrícula estudiantil de su prestigiosa institución. ¡Terrible!
Frente a debacle tan apocalíptica, sospechosa de un solapado machismo, la Universidad Técnica Nacional es el contraste soñado, un remanso de equidad, un pulcro ejemplo. Su máximo jerarca, Marcelo Prieto, manifestó con orgullo que el 50% del alumnado de esa entidad son mujeres. ¡Bravo!... ¡Bravísimo!...
No hay vuelta de hoja: desde hace tiempo se han venido creando varios estereotipos que, por tales, la gente los acepta ciegamente. Como borregos, todos los repiten, una y mil veces, convencidos de que son verdades como templos, pues… “la mayoría nunca se equivoca”, vox populi, vox Dei y… demás zarandajas. A falta de ser críticos y esforzarse cada uno en pensar y repensar un poco las cosas, se recurre al cómodo expediente de que la verdad es un asunto numérico, estadístico. ¡Craso error! La mayoría se equivoca todos los días.
Fifty-fifty. Y bien: eso de que la denominada “equidad de género” tiene que ver, necesariamente, con el fifty-fifty en absolutamente todos los ámbitos de la vida y la sociedad es una de las grandes subnormalidades de hoy.
En el caso de las universidades, ¿por qué diablos el porcentaje de estudiantes y “estudiantas” ha de ser el mismo? Si eso se quiere, deberá conseguirse a la fuerza desde el inicio, al hacer el examen de admisión. Es muy simple: el día en que los bachilleres de la secundaria van a hacer esa prueba, un funcionario de la universidad respectiva se aposta en la entrada del aula y, con cara de mala leche, controla el ingreso de estudiantes y “estudiantas” hasta llegar al fifty-fifty. Quienes excedan esa relación de igualdad –sean “masculinos” o “femeninas”, por aquello del “género”–, ¡a la casa!, ¡a freír espárragos!...
Un mayor número de hombres estudiando en una universidad es algo casual, consecuencia del azar, sin que se pueda responsabilizar de ello a nada ni a nadie. Y es que intervienen otros muchos factores, a años luz de cualquier discriminación o exclusión. Quizás esto aplaque un poco las angustias del rector del Tecnológico y, también, el entusiasmo del de la Universidad Técnica Nacional.
Pero –horror de horrores– este relato continúa. También se habló de las becas y de quiénes las reciben. ¡Ajá!, money, money, money... (placer infinito: oír y ver a Liza Minnelli cantándolo en Cabaret ). Ya se sabe: cuando de dinero se trata, las cosas se ponen siempre tan espesas que no hay musical ni vodevil capaz de diluirlas.
Públicos y privados. Esta vez, el quid de la discusión se centró en el porcentaje de estudiantes de colegios públicos frente a los que llegan de los privados, y en los destinatarios de las subvenciones universitarias. Eso condujo, sin declararlo expresamente, al magreado tema de las clases sociales, con su tufillo decimonónico. ¡A estas alturas de la historia!...
Un tétrico De profundis salió, otra vez, de la garganta del mandamás del Tecnológico: “Las carreras del Instituto Tecnológico ahora son de alta demanda [en el mercado] y todos los jóvenes de colegios privados se apuntan a ir al Tecnológico (…). Somos la universidad pública que tiene ese indicador más arriba. Nos preocupa. Estamos tomando medidas para ver cómo limitar eso”. ¡Sin comentarios, y que el Olimpo se apiade del país! Según agregó, el 23% de los alumnos son de colegios privados.
Y, de nuevo, el rector Prieto sacó pecho: en su universidad, el 92% de los alumnos estudiaron en colegios públicos. Justo y necesario es aplaudir y repetirlo a voz en grito: ¡Bravo!... ¡Bravísimo!...
Pero el clímax estalló cuando el rector de la Universidad de Costa Rica, Henning Jensen, informó de que, en esa institución, el 5,22% –solo eso– de los estudiantes procedentes de colegios privados reciben beca por méritos académicos o por su participación en actividades culturales.
La reacción fue inmediata. La diputada Epsy Campbell montó en cólera: “Cuando usted es rico y le dicen que no pague la matrícula, eso no significa nada. ¡Cómo es que, con tan pocos recursos que tenemos, a los alumnos de colegios privados les damos reconocimientos económicos y estamos sacando plata pública para darla a quienes no la necesitan!”.
¿Puede alguien explicar cómo puñetas va a progresar Costa Rica con esa clase de argumentaciones populistas y absurdas?
El pecado de ser rico. En este país, ser rico, y con dinero bien habido, es pecado mortal. Aquí, el rico, precisamente por serlo, debe pedir perdón a la sociedad. Tal es el grado de envidia y resentimiento imperantes.
Resulta que casi todos los muchachos de los colegios privados no son ricos –que ojalá lo fueran–, sino de clase media, desde hace tiempo en vías de extinción para consolidarse como clase pobre alta.
Los padres de esos chicos hacen ingentes esfuerzos para mantenerlos en la educación privada, y pagan puntualmente sus impuestos, hasta el último céntimo, pues suelen ser asalariados, y ahí nadie se escapa. Así que las universidades estatales, que compiten para ver cuál de ellas se pone una flor en el ojal con menos estudiantes de colegios privados, deben su subsistencia, en buena medida, a las familias de los jóvenes que no quisieran recibir. ¡Sin palabras! ¡Qué despelote!
Y esos mismos hogares suelen hacer hasta lo imposible para pagar, también, una consulta médica privada, comprar las medicinas en la farmacia de la esquina, etcétera, etcétera, etcétera... No son ricos y, por eso mismo, la sociedad entera debería agradecerles que se sacrifican para no recurrir a las obligaciones del Estado en educación y salud. Eso desahoga espacios, tiempos y servicios para quienes, precisamente, los critican, envidian y odian. ¿Qué tal? ¿Eh?
Revolución cartesiana. El país viene enloqueciendo desde hace tiempo y convirtiéndose en el reino de Kafka. Los lugares comunes, irracionales y con graves consecuencias sociales y económicas, campean por doquier. Aquí hace falta una revolución cartesiana. Pero eso no será fácil ni pronto. Menos aún, al ver que hasta rectores de universidades no entienden bien de qué va la cosa.
Ojalá que las cabezas lúcidas de los jerarcas universitarios sean plenamente eso: claras y meridianas, sin la incómoda sombra de unas comillas.
El autor es filósofo.