Dediqué la tarde del domingo a leer el decreto que crea el Programa Mi Primer Empleo y me pregunté qué pasa por la cabeza de quienes lo propusieron.
Mi jefe me dijo una vez: piensa mal y triunfarás. Tiene mucha lógica, pues me dedico a ser auditor fiscal. Si no pienso mal, ¿cómo puedo garantizarles a mis clientes que les brindo un servicio de calidad? Entonces, ¿qué hago cuando estoy en un proyecto con un cliente? Pensar mal.
Si dedico cinco minutos de mi tiempo a analizar este decreto, tengo mucho por qué pensar mal; son tantas las opciones y las posibilidades que encuentro para beneficiarme como empresario de las necesidades de los demás, que creo que sería bueno exponer algunos argumentos relevantes.
El artículo 2 del decreto indica: “Mi Primer Empleo tiene el objetivo de promover la contratación de personas jóvenes de 18 a 35 años, mujeres y personas con discapacidad”.
La Ley del Impuesto sobre la Renta (7.092) en el artículo 8, inciso b (gastos deducibles por concepto de sueldos, sobresueldos, salarios, bonificaciones entre otros incentivos laborales) indica que “podrá deducirse una cantidad igual adicional a la que se pague por los conceptos mencionados en los párrafos anteriores de este artículo a las personas con discapacidad a quienes se les dificulte tener un puesto competitivo, de acuerdo con los requisitos, las condiciones y normas que se fijan en esta ley”.
Me parece que el legislador, como siempre, olvidó (o simplemente nunca le comunicaron) que ya existía este beneficio para las personas discapacitadas; por lo tanto, además de deducir lo que indica la Ley del Impuesto sobre la Renta, también podré cobrar durante dos semestres un total de ¢1.456.000 en efectivo por cada trabajador, como me lo permite el artículo 3 del mismo decreto.
Dicho artículo 3 indica que puedo tener inscritas en el programa hasta 20 personas al mismo tiempo; por lo tanto, al año podría cobrar hasta ¢29 millones.
Por otra parte, si poseo una compañía y me dedico al servicio de atención de llamadas, y necesito siempre personal poco capacitado para brindar el servicio a compañías locales, me pregunto: ¿Qué futuro les ofrezco a estos muchachos? Un simple empleo del cual no van a aprender absolutamente nada que mejore su calidad de vida y, aparte de proveerme mano de obra barata, me incentivan con dinero contante y sonante.
Deberíamos reforzar la educación antes de pensar en amarrar a los jóvenes a un empleo sin ningún futuro.
Adicionalmente, ¿qué sucederá si un trabajador se retira al noveno mes, porque simplemente no siente que tenga futuro o porque ha encontrado algo mejor? ¿Tengo el derecho, como empleador, de cobrar de forma proporcional o debo cobrar el periodo completo?
No sé si es este es el mensaje que debemos enviar a la población. No sé tampoco si esto ayuda a cumplir nuestros objetivos de mejorar la calidad del empleo.
Me parece que estamos promoviendo empleo barato y cubriendo los hoyos cavados por las políticas erróneas del pasado. Quizás la mayor lección que les estemos dando a estos jóvenes es que nuestro gobierno es ineficiente y no habrá más futuro que un buen puesto haciendo hamburguesas o contestando el teléfono.
Además, les enseñamos a los patronos que el gobierno se encargará de cubrir sus necesidades de mano de obra barata.
José Guillermo Keith es auditor fiscal.