Corrupción es mucho más que el enriquecimiento ilícito. El diccionario de la RAE la define así: “En las organizaciones, especialmente en las públicas, práctica consistente en la utilización de las funciones y medios de aquellas en provecho, económico o de otra índole, de sus gestores”.
Ojo: económico o “de otra índole”. Toda práctica, por lo tanto, que conspire contra el servicio o la función públicos, o bien contra el funcionamiento democrático o la rectitud legal o moral en política, de la que el gestor, dirigente, funcionario o candidato saque “provecho”, se llama corrupción y quien así procede es un corrupto. En cuanto al “provecho económico”, si bien este puede no ser el objetivo inmediato, tarde o temprano lo será. Quien desprecia lo pequeño, poco a poco caerá en lo grande, y quien desprecia lo principal, pronto sucumbirá en lo accesorio.
Conviene releer, por ello, el comentario del diputado Francisco Chacón del 4 de abril pasado: “La urgente reforma del Poder Legislativo”, y “Una renuncia necesaria”, del domingo pasado, en La Nación, del exministro de la presidencia Marco Vargas. El primero analiza y propone; el segundo analiza y denuncia, con singular valentía y honradez, las lacras, sufridas por él, de nuestro sistema político y electoral, que no duda en calificar como “la cultura del secuestro”, “un entorno de acción política descabellado, en el que abunda el cinismo, prevalece la ventaja personal inmediata sobre el interés público y la falta de visión”, el obstruccionismo y el chantaje (“torcer la voluntad”), a cambio de un favor, o bien la intromisión política externa al parlamento para sacar “provecho” político.
Ambos artículos coinciden en dos causas principales enquistadas en el sistema electoral y parlamentario: el reglamento interior de la Asamblea Legislativa, un engranaje mohoso, al servicio de la corrupción, y el sistema de elección de los diputados por lista, donde se vota, pero no se elige, en provecho de los padrinazgos y cacicazgos, amplio alero para que los corruptos se refugien, colocados estratégicamente, bajo el alero del buen nombre de los mejores. La degradación del parlamento, por este sistema partidista, que algunos han explotado al máximo, para echar sus redes sobre los partidos, validos de sus peones, ha llegado a su límite.
La corrupción de lo mejor es la peor de las corrupciones. Y la democracia genuina es lo mejor para preservar nuestra libertad y la herencia de nuestros antepasados. Nuestra democracia, con todo, lleva en su seno dos tumores: la votación por listas y el reglamento interior de la Asamblea Legislativa. ¡Alerta amarilla!