“Esto es un sacrificio enorme. Ayer me llegó el primer pago y con eso no me alcanza casi ni para la luz, y menos que está tan cara”, afirma el ministro de Relaciones Exteriores, Manuel González Sanz. La exageración es evidente y su propósito es jocoso, pero detrás de la broma hay una verdad opacada por la demagogia y sempiterna pretensión de ordeñar el populismo para ganar capital político.
En Costa Rica es difícil conformar un gabinete porque el Gobierno no puede competir en el mercado laboral para atraer talento. En demasiados casos, el ministro es designado luego del rechazo de varias ofertas formuladas a quienes el presidente hubiera preferido para el cargo.
Hay muchas razones para rechazar un cargo público, pero la remuneración no debería estar entre ellas o, cuando menos, debería ser un factor menos determinante. En nuestro país, el servicio público en los estratos superiores de la Administración está reservado para quienes no necesitan el dinero o están dispuestos a hacer un sacrificio. Cuando el nombramiento implica un aumento salarial para el designado, es preciso preguntar las razones.
Los máximos niveles de la función pública no deben ser coto de los adinerados, los místicos o los ineptos, mucho menos de quienes tengan en mente compensar ingresos con métodos reprobables. Los ministros baratos son un ahorro malentendido y, en consonancia con el refrán, pueden salir caros.
Por fortuna, la queja envuelta en broma surge ahora de la administración del Partido Acción Ciudadana, tantas veces crítico de los salarios del gabinete y muchas veces opuesto a los ajustes necesarios. También los medios de comunicación debemos reflexionar sobre el tema. La “denuncia” de cualquier ajuste salarial en los cargos ministeriales es fuente de titulares fáciles, con el aplauso garantizado de amplios sectores de la opinión pública. Pocas veces la información va acompañada de la contextualización necesaria, como la comparación del cargo con sus similares en la esfera privada o aun en el resto de la Administración Pública.
Hay cientos de funcionarios de menor rango cuyos ingresos superan los de un ministro y, entre los pensionados, muchos reciben sumas que en el gabinete despertarían envidia. Si el país se ahorrara un par de pensiones de seis o siete millones de colones –y las hay–, podría aumentar significativamente el salario de todos los ministros, pero, en Costa Rica, nos acostumbramos a ver con cierta naturalidad las pensiones de lujo y, cuando menos, las aceptamos como “derecho adquirido”, mientras nos rasgamos las vestiduras ante la posibilidad de que a un ministro se le compense de conformidad con el mercado y hasta con menos.
El ministro, por lo demás, es un funcionario activo, en un cargo de alta responsabilidad y gran exigencia de tiempo y esfuerzo. El pensionado de lujo está libre de responsabilidades y, si se le hubiera aplicado la normativa vigente para el común de los costarricenses, disfrutaría, quizá, de la pensión máxima de la Caja Costarricense de Seguro Social. Por algún motivo, sin embargo, el país contempla con pasividad a los jubilados de los regímenes especiales y reacciona con furia cuando se sugiere elevar los sueldos de la máxima jerarquía del Poder Ejecutivo.
El salario base de varios ministros ronda ¢1,2 millones y puede ascender a ¢2,4 millones con prohibición, anualidades y carrera profesional. Ya en marzo del 2011, el alcalde de Talamanca ganaba ¢2,7 millones y eso lo ubicaba de último en una lista de 15 jefes de gobiernos locales publicada por La Nación . El de San José ganaba ¢6 millones y el de Limón, ¢4,1 millones.
La suma de los salarios de los 15 alcaldes se acerca y quizá supera el costo del gabinete en pleno. Es hora de que el país valore y remunere los altos cargos del Poder Ejecutivo. Si los salarios actuales reducen el atractivo de esas posiciones, siempre será difícil darles el elevado nivel técnico exigido por las circunstancias.