El proceso de reformas políticas y económicas en Rusia, el cual había generado grandes expectativas en Occidente, se encuentra virtualmente estancado. En especial, la privatización de empresas estatales heredadas del régimen soviético, después de un esperanzador inicio, decayó hasta detenerse durante el último año. Y una serie de cambios en el gobierno, sobre todo los producidos tras el avance comunista en las elecciones parlamentarias de diciembre pasado, indica que la consolidación democrática y la conexa instauración de un sistema de mercado perdieron prioridad en la agenda del presidente Boris Yeltsin.
Dado este trasfondo, los organismos financieros internacionales recibieron con alarma la renuncia, la semana pasada, del viceprimer ministro Anatoly Chubais, jefe del equipo económico y uno de los arquitectos de las reformas. La reacción desfavorable aumentó ante el nombramiento, como sucesor, de Vladimir Kadannikov, gerente de una industria estatal de automóviles y miembro prominente del antiguo aparato soviético. Las señales negativas obligaron al primer ministro Víctor Chernomyrdin a viajar a Washington de inmediato para tratar de rescatar un empréstito por más de nueve mil millones de dólares que, a raíz del cambio, el Fondo Monetario Internacional (FMI) decidió dejar en suspenso.
Dicho empréstito había motivado severas críticas entre activistas democráticos rusos y congresistas norteamericanos, quienes consideran que los recursos serán destinados por Moscú a financiar la impopular guerra en Chechenia, a subsidiar industrias insolventes --como la que dirige Kadannikov-- y a sufragar una inexplicable modernización del arsenal estratégico ruso. Los generosos subsidios proporcionados por el Banco Central a las empresas oficiales, fuente de repetidas quejas del FMI, han alimentado la aguda inflación que agobia al país. Desde luego, el arribo al timón económico de un proponente de mayor financiamiento a la industria y de alzas en las barreras arancelarias presagia agravar la crisis.
Desafortunadamente, Yeltsin parece más interesado hoy en acallar las críticas de los comunistas y de sus aliados nacionalistas que en retomar el liderazgo de antaño para superar el lastre soviético. Las enfermedades del mandatario, y una notoria indisposición a cumplir con sus tareas, han derivado en la creciente delegación de responsabilidades en el Primer Ministro, veterano de la nomenklatura soviética y poco favorable a la liberalización emprendida originalmente por Yeltsin.
El problema, empero, no se circunscribe a diferencias sobre programas crediticios ni el ritmo de las privatizaciones. En el seno del gabinete se produjo, hace más de dos años, una profunda división entre el grupo reformista y quienes, como Chernomyrdin, se aferran al arraigado estatismo. Obviamente, los segundos ganaron la partida y su hegemonía ha afectado los derroteros políticos del gobierno. Yegveni Primakov, conocida figura de la KGB, asumió el mando de la diplomacia. Y hace pocos días, el prestigioso defensor de los derechos humanos Sergei Kovalyov, dimitió como asesor de Yeltsin debido a que, desde 1993, el mandatario se ha alejado de su cometido a la democracia en favor del imperio del Estado. Sin duda, una actitud más crítica de Estados Unidos y de las naciones del oeste europeo podría contribuir a restaurar el empuje de las reformas, un paso urgente e impostergable a la luz del retroceso sufrido.